El nombre del lugar realmente no lo recuerdo, pero debió ser tan coloquial como cualquiera de los que distinguen a ese género de establecimientos, que en su tiempo, mermaban la economía del populacho y que eran los culpables de dejar sin bocado a familias enteras. A lo largo de nuestro país abundaban en sus tiempos, pero con el paso de los años fueron disminuyendo poco a poco, y la industria que llegara a generar haciendas quedó en el rubro de las anécdotas.
Si respondía a ‘Las Glorias de Gestas’, ‘Mi Oficina’ o ‘El Pulmón de Osofronio’, no sabría decir. No reparé en él; absorto como estaba, al saberme en el interior de una pulquería, maravillado por lo anacrónico del momento. Me encontraba rodeado por unos calzonudos ensarapados coloreados en sepia, con sendos jarros en las manos, de una mula con unas castañas a cuestas, amarrada a un poste y de unas Adelitas beodas, que parecían repetir el poema enmarcado a un costado y que rezaba así: “Bebidas de este jaez con que el ánima se abruma, aquí nos sirven y en suma, Dios dispuso que el maguey viniera aquí a ser un rey, superior a Moctezuma”.
Sobre mi cabeza flotaban tiras matamoscas que pendían de sendas vigas de madera apolillada, que sostenían un viejo techo de tejas; cuatro paredes blancas encaladas me circundaban y en el piso aún quedaban restos del aserrín que sirviese de alfombra; mientras mi campo visual se eclipsaba por un par de rollizos caballeros, a quienes, supe luego, les decían ‘jicareros’, que eran los encargados de servir a los clientes. Estos pintorescos ayudantes de Dos Conejo, Dios del pulque, estaban rodeados por varios barriles que competían con los señores en lo enorme de sus dimensiones.
Me encontraba, como deben de suponer ya, ante un rebosante jarro lleno de sabroso pulque curado de jitomate, sentado a horcajadas al borde de la barra de una tradicional “pulcata”. Los regordetes dependientes, quienes hacían gala de buen humor, no paraban de reír ante las caras de nuestro grupo: cinco damas y dos varones, la mayoría novicios, en las artes del templo de Mayahuel, quienes habíamos salido a probar las delicias de Texcoco. Ya habíamos victimado unas ricas tlayudas y pambazos en un puesto de comida en el centro, seguidos de unos esquites, y quisimos rematar la aventura gastronómica al paladear la bebida de los dioses: el octli o pulque, también llamado pulmón.
Imaginen ustedes: ¡mujeres en una pulquería!, cuando en plena entrada aún se leía en gastadas grafías: “Se prohíbe la entrada a militares uniformados, mujeres, niños, perros, mendigos y méndigos, mulas y bueyes. Bueno, entre hecho un hombre y salga hecho un güey, ¡ah! y si usted bebe para olvidar, por favor pague primero”.
La lista de la variedad de sabores disponibles de esta olorosa bebida no era menor a veinte, que iba del natural al de piñón, nuez, avena, apio, jitomate, cajeta, mango, – el consiguiente etc-. Agregue usted ostiones, melón, tuna, papaya, para terminar en limón. Eso sí, todos, en palabras de los conocedores, verdaderas delicias fermentadas. El pulque es la bebida que heredamos desde tiempos prehispánicos y que a pesar de los cambios acontecidos en nuestra sociedad, ha permanecido prácticamente inalterada, en lo que a su elaboración respecta, y es de la manera siguiente:
Cuando el maguey ha llegado a un estado adulto, entre los cuatro y cinco años, y antes de que aparezca el quiote, que es el tallo central de la planta, cuya altura puede alcanzar hasta los diez metros, se realiza una serie de cortes en lo que se considera el corazón de la planta para eliminarlo. Se socava el centro, sin causar la muerte del espécimen; se deja durante un tiempo el material picado en el interior para posteriormente retirarlo, y se cubre la oquedad con algunas pencas para evitar la entrada de basura.
Se raspan constantemente los magueyes para que secreten su jugo hacia el interior del corazón, ahora vacío; se forma el denominado aguamiel o tlachique, del que se llegan a producir hasta cinco litros en un día. El aguamiel se retira con una especie de pipeta de madera, llamado acocote, y se deposita en pequeños barriles conocidos como castañas. Se lleva posteriormente al lugar llamado tinacal, en donde se vierte en grandes tinas de madera para su fermento y transformación en pulque.
Este ‘brebaje asesino’ como le llamó Erich Von Daniken, contrario a lo que se pudiese suponer, no era una bebida que en ocasión cualquiera pudiese consumirse; tampoco las escenas de alcoholismo eran frecuentes ni toleradas en el mundo prehispánico. Había un rango de edad para beberle, estados fisiológicos y nutricios, así como eventos especiales, por ejemplo: mujeres embarazadas que en época de lactancia bebían dos jícaras pequeñas. Lo hacían por igual ancianos y viajeros. Los enfermos en recuperación lo tomaban cual tónico revitalizante. Al nacimiento de un infante, los padres tenían que convidar a sus vecinos con pulque y tamales. La partera, después del alumbramiento, procedía a lavar al bebé con pulque y agua, luego ofrecía pulque al fuego para que este elemento bebiera y consagrara al menor.
Como mencionaba líneas arriba, el alcoholismo estaba mal visto y se castigaba con penas que podían llegar hasta la muerte. Al sacerdote que se emborrachara o al joven que estaba por casarse y se le sorprendía borracho, eran muertos a garrotazos. Al guerrero que había demostrado valor en batalla, si se le sorprendía embrutecido por el pulque, era condenado a perder sus insignias y el rango de hombre valeroso. Si el borracho era un alto funcionario, perdía su cargo y le derruían su casa.
Tal era el respeto que generaba el consumo del pulque en la sociedad azteca, que cuando se entronaba a un nuevo rey, éste brindaba ante sus súbditos con estas palabras: “Este es el vino de la tierra que se llama octli, que es raíz y principio de todo mal y de toda perdición, porque este octli y esta borrachera es causa de toda discordia y disensión; y de todas las revueltas y desasosiegos de los pueblos y reinos“.
Todo esto recordaba y a un tiempo evocaba las líneas destempladas de la canción de Chava Flores: “Los pulques de Apán, los que solapan los cuetes diarios de toda la Pencil”, mientras bebía este producto del maguey: el delicioso aguamiel fermentado que ha sido por generaciones motivo de discrepancias. Para algunos es una bebida corriente, nociva, insalubre y equivalente a un veneno: he visto a más de tres poner cara de asco ante la sola idea de probarlo. Mientras que para otros es una bebida deliciosa, nutritiva, digestiva, tonificante y un placer de dioses sólo destinado a los conocedores.
Y al estar así, contemplando los recipientes que estaban en la barra, los tornillos, los chivos, el jarrito camión, las catrinas, y volviendo de mi ensoñación por las risas de los concurrentes, entendía el por qué Quetzalcoatl perdió Tula engañado por Tezcatlipoca, sin duda ataviado de jicarero bigotón, que entre risas canta: “En Europa toman vino, rica champaña de ley, nosotros aquí en las Indias pulque fino de maguey y aguardiente de Tequila”.
Pero el viaje del caldo de oso había terminado. Mis amigos y su servidor, seguros de haber pagado la cuenta, nos encaminamos a la salida, tomando las últimas gotas, aconsejados por la precaución. Nos despedimos de los pulqueros para no caer en tentación, pues fácilmente un jarro le hace cabida a otro, y este chiquito a otros dos, y cuando menos lo piensas te encuentras repitiendo: “Aquí hay curado de lima, de melón y de manzana, si a Usted le gusta mi prima, a mí me gusta su hermana… ¡y échale!”