Me encontraba sentado en una cafetería del aeropuerto, esperando que saliera mi avión de trasbordo hacia Detroit. Ante mí, tenía mi frugal desayuno: una taza de café americano, pan tostado con mantequilla y algo de fruta. Me disponía a dar el primer bocado cuando ante mis ojos apareció la mujer más hermosa que ser humano hubiera contemplado.
Su delgada figura estaba acentuada por el vaporoso vestido que portaba, de color azul con algunas pequeñas flores estampadas. Su rostro, a semejanza de una madonna de Raffaello, expresaba una inmensa ternura mezclada con la femineidad y elegancia de una mujer refinada. Sus movimientos gráciles y a la vez calculados denotaban seguridad. El sueño tantas veces anhelado se hacía realidad.
Depositando su bolso en una silla, tomó asiento en la contigua. Solícito, el mesero se acercó y le dijo algo que no alcancé a escuchar, por la distancia. Al poco tiempo, regresó el muchacho con el servicio ordenado y, nuevamente, dijo algo muy sonriente y se alejó, no sin antes voltear a ver nuevamente a la muchacha.
La mujer, que no tenía más de treinta años, con suma delicadeza tomó la taza y dio un pequeño sorbo a su contenido. Miró a su alrededor y cruzó las piernas, dejando al descubierto sus hermosas piernas. El paraíso celestial redivivo en la Tierra.
Mi febril mente comenzó a imaginar los néctares que se albergarían entre aquellas columnas esculpidas tal vez por Bernini, y que, a diferencia de las de Hércules, éstas pareciera que decían Plus ultra; la riqueza de sabores que mi lengua degustaría en cada centímetro de esa piel sin mácula; las mieles y ambrosías que probaría en L’Origine du munde, como nombrara Courbet; las humedades y tibiezas que, una vez conseguidas, harían vibrar el centro de mi virilidad con el estremecimiento tibio y amoroso con que culminaría cada encuentro; en fin, como decía, disfrutaba del paraíso, sin temor a la aparición de los demonios o de los arcángeles.
Cuando de repente la voz chillona de un niñito que se acercó a mi amada, acompañado por un hombre, me arrebató la heredad ansiada:
-¡Mami, mami –alcancé a escuchar que gritaba fuertemente el pequeño- ¡Mira lo que me compró mi papi.
De manera brutal e inmisericorde fui arrojado del paraíso y el esposo, quien se percató que a la distancia los observaba, volteó a verme fijamente, cerrando toda posibilidad de regresar al Edén, donde por algunos minutos disfruté de la creación entregada por la divinidad, para beneplácito de sus creaturas.
Tomé el tenedor y me dispuse a comer la fruta montada en el plato, en espera de que saliera el vuelo que me llevaría a mi destino.