El hombre, esperando consulta en la clínica, veía para todos lados sin entender por qué si se encontraban en un centro de salud, las personas no guardaban silencio: allá dos niños corrían y gritaban entre los pacientes y sus acompañantes (“antaño los niños no podían asistir a los hospitales porque podían contraer alguna enfermedad, pero ahora…”); acá un hombre joven lanzaba por los aires a su posible hija, tal vez de menos de un año de edad, haciendo gran alharaca, tal vez para llamar la atención hacia su bien trabajado tórax y brazos, estos últimos totalmente cubiertos con tatuajes; algunas personas “platicaban” altisonantemente, tratando que su interlocutor los oyera; otras dormitaban apaciblemente en lo que les llegaba su turno; el ir y venir de las personas casi lo mareaban (“ésta debe tener reumas”, “aquél parece diabético”, mentalmente se entretenía tratando de asociar a cada paciente con su posible enfermedad; “aquélla se le perdió la bicicleta”, pensaba al ver a una anciana, exageradamente maquillada, con el pelo engomado, y enfundada en una licra y con una entallada blusa que remarcaban las cinco lonjas de su cintura). En tanto, la asistente médica se ocupaba de cambiar las portadas de los expedientes, usando fólderes de reúso, sólo se interrumpía cuando algún nuevo paciente le entregaba su carnet y tenía que pararse de su asiento, para pesarlo y medirlo, o cuando alguna necesidad personal la urgía. Para el hombre, la sala de espera estaba convertida en una “olla de grillos”.
Había llegado a su cita médica mensual, media hora antes, pensando, ingenuamente, en que tal vez lo atenderían con anticipación. Vana ilusión. Después de tres pacientes, una mujer entrada en años, salió del consultorio y mencionó el nombre del individuo. Saliendo de su ensimismamiento, el hombre se levantó como impulsado por un resorte y olvidando que tenía un problema de “cadera”; penetró en el consultorio y tras el tradicional “Con permiso, doctor”, tomó asiento.
-¿Cómo está don David? –le preguntó el médico.
-Pues aquí doctor, con mis achaques de siempre –contestó lacónicamente.
-Don David, ¿ya se enteró que quieren privatizar el servicio médico? –comentó muy sorprendido el galeno.
Cada mes, el médico, antes de prestar el servicio, tenía un tema de plática; ahora era la privatización de los servicios médicos, el mes anterior la selección de futbol, dos meses atrás la inseguridad. Tras el largo monólogo, pues casi no daba oportunidad de que David interviniera, retomaba su función primordial.
-Le voy a tomar la presión, por favor descúbrase el bazo derecho… ¡Está bien, para su edad! tiene 140/80. ¿No se le han hinchado los pies?
-No, doctor.
Fin de la auscultación. Tecleaba algunos datos en la computadora e imprimía la receta.
-Va a seguir tomando los mismos medicamentos, en la dosis que usted ya sabe. De todos modos en la receta está anotado, por si se le olvida. El mes que entra no nos vemos porque estoy de vacaciones, pero usted no deje de venir a su cita, un médico suplente estará en mi lugar. ¡Hasta luego!… ¡Aaahh por favor que pase Francisco Rodríguez! –concluía el galeno.
-Que disfrute sus vacaciones, doctor, y aquí nos vemos dentro de dos meses, Dios mediante –respondía David, quien, al salir, mencionaba el nombre del siguiente paciente.
Dando traspiés, el hombre recorría los pasillos de la clínica; los dolores de cadera eran más agudos por haber permanecido mucho tiempo sentado, en la espera de ser atendido.
-¡Cuidado niños!… ¡Estos chamacos por poco me tiran! –se dijo David, molesto, cuando pasaron, velozmente, los niños que desde hacía horas no paraban de correr –Bueno, ahora a formarme en la cola de la farmacia ¿a ver cuánto tiempo? ¡y estas piernas que no me sostienen!