-¡Chelas!… –por más que se desgañitaba, el vendedor de cervezas no escuchaba el requerimiento de Vicente, quien competía contra los gritos de los aficionados y los cánticos de las “barras”- Uno muriéndose de sed, con este pinche Sol, y este pendejo vendedor que no me oye.
Sin embargo, de vez en vez el muchacho se olvidaba de las inclemencias del tiempo y de su deshidratación, cuando su equipo de futbol, realizando peripecias, y hasta alguna acrobacia, amenazaba la portería del equipo visitante, o cuando, volteando a ver a su pareja, casi la devoraba con los profundos y prolongados besos que le daba, mientras que con los ojos entornados parecía recordar los momentos de intimidad que disfrutaban en cualquier oportunidad, sin importar el lugar ni la hora, y esbozando una sonrisita irónica parecía decirle “Prepárate para el rato, chiquitita, porque hoy te toca y no te la vas a acabar”.
-¿Cuántas va a querer joven? –preguntó el vendedor, cuando se acercó al muchacho y su pareja.
-¡Vaya, hasta que su majestad se digna venir! Aquí uno muriéndose de sed y tú que pareces sordo… Dame dos, una para mí y otra para mi morra… ¿cuánto te…? –pero Vicente no terminó la frase, el grito de “¡Goool!”, cimbró el estadio e hizo que el muchacho, instintivamente levantara los brazos y lanzara por los aires el vaso de cerveza, aún sin probar, “bañando” a los espectadores más cercanos. Después de sumarse a la algarabía, Vicente levantó a su novia, dio algunas vueltas con ella cargada y, al depositarla en el piso, sus bocas volvieron a formar un túnel para intercambiar su amor.
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El árbitro silbó para marcar el término del partido, con el triunfo del equipo local. Vicente y su novia, sin hacer caso de los pasillos y asientos, brincaban sobre éstos para abandonar las gradas y llegar al túnel de salida, riendo cuando estaban a punto de caer. Entre la multitud, los jóvenes avanzaban muy juntos, Vicente detrás de ella (“de maquinita”, decía el muchacho), agarrándola con fuerza por la cintura y apretándola contra su pelvis, en un vano esfuerzo por fundirse en uno solo y sacar la energía acumulada durante el partido o, tal vez, anticipando lo que vendría más tarde.
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Atardecía y Vicente se encontraba con sus amigos en la banqueta de su “cuadra”, mientras una cerveza, tamaño “caguama”, pasaba de mano en mano en un intento para hacer más placentero el momento (si compartían los vericuetos de la vida, por qué no compartir las pocas “delicias” que ésta les ofrecía, además “entre cuates se pierde el asquito”, decían los amigos). Otros envases vacíos reposaban en el arroyo, esperando a que la luz del nuevo día los encontrara estrellados contra el piso por los muchachos, como en un ritual para marcar su territorio.
Un poco alejado del grupo, otro muchacho, de cuerpo enjuto y rostro cadavérico, al que llamaban “El tullido” (apodo que recibió porque su brazo derecho nunca se desarrolló y se reducía a huesos inmovilizados, cubiertos con piel seca, escamosa y oscura), permanecía sentado en el borde de la banqueta, afanándose en “forjar un carrujo de mota”, como decía la “banda”.
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La luz amarillenta y mortecina del alumbrado público apenas ayudaba para ver a “El tullido”, cuya mente viajaba por quien sabe qué recónditos umbrales, mientras su maltrecho cuerpo se perdía entre la basura acumulada en el arroyo de la calle, ya que “El pelos de muñeca vieja”, como apodaban al barrendero, no trabajaba los domingos.
Los amigos, ya sin “parque”, seguían con su animada y cada vez más escandalosa conversación: hablando todos a la vez y sin escucharse uno a otro. A veces, Vicente recitaba un soliloquio, pegada frente con frente, con un “compa”, y otras, se abrazaba a alguno más para sostenerse, pues los efectos del alcohol hacían estragos en su equilibrio. Para Vicente, la prioridad eran sus “valedores que son la neta y la verdura de la vida”, como él había dicho en más de una ocasión, y las palabras eran respaldadas por los hechos: cuando estaba con sus amigos, todo lo demás pasaba a segundo término o, simplemente, no existía.
Esa noche, la novia de Vicente se quedaría con las ganas de que el muchacho la llevara, por los caminos del amor, hasta las estrellas.