El salón de primer grado de dibujo está casi vacío. En la plataforma central posa Elisa, una mujer de más de sesenta años; sus carnes ajadas poco motivan a los estudiantes, por lo que la mayoría se ha ido al salón de junto, donde la modelo es Alma, una jovencita veinteañera cuya piel blanquísima “no tiene ni una mácula”, como dijera uno de los alumnos. Es una de las ventajas de esa escuela de arte, ya que los alumnos pueden asistir a un aula o a otra.
Los lápices o carboncillos fluyen libremente sobre los papeles, ya que el maestro de la clase no ha llegado y entonces los alumnos no tienen que seguir las directrices rígidas que los orilla a “desdibujar”. Se combate el dibujo y pintura tradicionalistas y se cae en una nueva tradición, en una nueva figuración
Los rasgos faciales y el color de la piel de Elisa, evidencian su posible origen afroamericano (como se dice ahora, no queriendo ser peyorativos y cayendo en lo mismo al usar una etiqueta más). Es de estatura baja; su físico delgado, se ha acentuado al perder masa muscular por la edad; su hirsuta cabellera, muy corta, casi ha encanecido totalmente. Tiene que seguir trabajando pues aunque ya tiene la antigüedad para jubilarse, no lo hace porque con lo poco que le depositarían no le alcanzaría para vivir ella y su único hijo. Su esposo, quien era barrendero, la abandonó hace varios años, “Se fue con otra vieja”, dice ella cada vez que le preguntan por él..
Elisa siempre ha pensado que su trabajo en realidad no es “trabajo”, ya que sólo consiste en despojarse de su ropa y permanecer por períodos de treinta minutos sin moverse (con diez de descanso), en la pose que le indique el maestro, mientras los estudiantes la dibujan desde el ángulo que les toque. Para aguantar la inmovilidad, la mujer ocupa el tiempo en recordar su vida pasada o en organizar las actividades que realizará al llegar a su casa o en el futuro cercano.
De esta manera, a veces ha recordado la época en que conoció a Fidel, un hombre de treinta y dos años ya “dejado” por su anterior mujer. Aunque él tenía la inclinación por el alcohol, Elisa lo aceptó porque ella también rebasaba la treintena de años y no encontraba una pareja estable. “Ya estoy macicita”, se decía y, además, no quería ser una “señorita quedada”, como decían en su pueblo de la Costa Chica de Guerrero; así que un día se fue a vivir con Fidel. Por cierto que el hombre “era muy sociable” (“así debo ser para ganarme a las güeritas y que me den su basura, sino no sale pa’la papa”, decía para justificarse, aunque en la colonia se rumoraba que tenía “hijos regados” por todos lados, la mayoría, seguramente, con las sirvientas de las casas).
Debido a su situación, Elisa no se puso muy exigente con Fidel y cuando alguna vecina le comentaba sobre los rumores de su múltiple paternidad, ella sólo respondía “Es que mi viejo tiene su pegue”, aunque internamente profería improperios contra la “impertinente comunicadora”. Además, debido a su trabajo, el hombre no le pedía mucho a la mujer: sólo que le tuviera la comida diaria, “calientita” para cuando llegara, que conservara “levantada” la casa y el sábado, el día que le tocaba bañarse, le diera su ropa limpia y “bien planchadita”.
Después de dos años de cohabitar, la mujer salió embarazada y posteriormente tuvo un niño al que le diagnosticaron Síndrome de Down. “Debe haber sido porque no me alimenté bien o porque cuando estaba embarazada hubo un eclipse y no me protegí, como decía mi abuela”, respondía Elisa a toda persona que le preguntaba sobre el niño.
El menor fue bautizado con el nombre de Prudencio, y a partir de su nacimiento se convirtió en el permanente acompañante de la mujer. No obstante, para Fidel la noticia que tenía un hijo “tontito”, como él decía, no fue de su agrado y cuando el niño cumplió un año, abandonó la casa.
Al verse desprotegida, y sin recursos para mantener a su niño, Elisa se enteró por medio de su comadre Esperanza, que trabajaba de modelo en la escuela de arte, que estaban solicitando personal y fue así que encontró su actual manera de vivir.
-¡Doña Elisa ya terminó la clase! –dijo un alumno a la mujer, quien reaccionando bajó de la tarima, tomó su bata y se dirigió al privado para vestirse.
Una vez arreglada, se acercó a su hijo, que invariablemente permanecía sentado en un rincón del salón viendo a los alumnos y a su madre, sin comprender lo que sucedía, pues su problema era profundo. Lo tomó de la mano y ambos se dirigieron a la salida. Ya había oscurecido; llegaron a la parada para esperar un microbús los llevara a uno de los suburbios de la gran ciudad, donde vivían.