El muchacho, extraviado en quién sabe qué rincones de su mente por la gran cantidad de droga consumida, se encontraba tirado en la banqueta, casi a la entrada de un restaurante. Las personas hacían malabares para entrar o salir del lugar sin tocar al joven, cuyo cuerpo, apenas cubierto por algunos andrajos, mostraban la falta de aseo desde hacía mucho tiempo. Sus finos rasgos, que no eran surcados por arruga alguna, evidenciaban su juventud y su indudable atractivo. En otras circunstancias seguramente habría llamado la atención de más de una o uno. Aunque en la actualidad su única actividad era vagabundear, su cuerpo aún conservaba rasgos de una definida musculatura, posiblemente trabajada en algún gimnasio.

Su enmarañado cabello, que formaba espontáneas rastas, cubría su rostro de los inclementes rayos del sol que a esa hora ya causaban estragos en la piel.

“Pobre muchacho, ¿qué no lo buscará su familia?”, “¡Qué asco, yo no sé cómo el gobierno no encierra a esta plaga que afea la ciudad! ¿Qué dirá el turismo?”, eran algunos de los comentarios dispares que externaban los transeúntes, al ver al muchacho. No faltaba alguna mirada morbosa que intentaba ver algo más entre el andrajo, que una vez fue un pants, y que con dificultad apenas cubría las “partes pudendas” del joven, como hubiera escrito un literato decimonónico.

Tal vez la vigilia de droga o alimento, junto el calor mañanero, lograron que el muchacho abriera un ojo para permitir que su azul pupila dejara entrar el nuevo día, que apenas se iniciaba para él.

II

El camión recolector de basura recorría su enésima calle esa mañana. En el poco espacio libre de la caja que transportaba los desperdicios, viajaban, plácidamente sentados y con los pies colgando, dos hermanos gemelos, Pedro y Pablo, nombres que les había elegido su madre en recuerdo de los apóstoles evangelizadores. Su familia había llegado, procedente de Salvatierra, Guanajuato, y se había establecido en “Neza”. Como la escuela “nunca fue lo de ellos” (como siempre respondían cuando les preguntaban por qué, a sus diecinueve años, no siguieron estudiando), su padrino de bautizo consiguió llevárselos de “chalanes”. Junto a los muchachos, iba parado un tercer colaborador, “El güeso”, como apodaban al escuálido personaje, ya que desconocían su nombre y ni les importaba conocerlo, su único trato era en las horas en que recogían la basura.

En su deambular, el transporte, como un moderno emulador de Hansel y Gretel, dejaba huella de su sendero: un hilillo del líquido que desprendía la basura “orgánica” iba marcando el camino recorrido. La negra nube contaminante que salía del escape, crecía cuando el camión aceleraba y, parte de ella, iba a depositarse en los tres pasajeros, colaborando en volver más oscuro su aspecto y sus pulmones.

Mientras Pablo intentaba inútilmente dormitar, pues el camión brincaba en todo momento por la gran cantidad de baches, Pedro aparentaba entretenerse viendo a los automóviles que los rebasaban, tratando de adivinar la marca y el modelo de los automotores; pero si uno miraba atentamente sus ojos, podría darse cuenta que su mente se encontraba en otro lugar y, tal vez, en otro tiempo.

Aspirando profundamente, Pedro se preparó para saltar del camión, cuando sintió que la velocidad disminuía: una nueva parada estaba a pocos metros de distancia.

Tomó su campana y de un salto se apeó; comenzó su carrera por la nueva calle, mientras, con todas sus fuerzas, agitaba la campana para avisar a los vecinos de su presencia.

Una vez que el transporte se detuvo, Pablo y “El güeso” se apresuraron a bajar las grandes bolsas de plástico donde depositarían los valiosos “tesoros” que los moradores les entregarían (previo depósito de unas monedas en un bote que colgaba del camión), los cuales, una vez seleccionados, serían vendidos para complementar el diario sustento.

III

Estirando el cuello, para sobresalir de aquel mar de cabezas y esquivar el tufo alcohólico que escapaba de muchas bocas, Alán, como podía, se acomodaba en el andén. Era lunes y el lugar estaba atestado. El muchacho sabía que si no abordaba el primer convoy, no llegaría a su trabajo; se encontraba en la terminal Pantitlán del Metro y la fábrica donde laboraba se localizaba en la periferia de Tlanepantla, “Tlane”, como la gente decía.

La mayor parte de la multitud se arremolinaba en los lugares donde sabían que abrían las puertas; pero el muchacho tenía otra alternativa: ya tenía calculado el sitio donde debía pararse, la necesidad y el uso de ese transporte, de lunes a viernes, le ayudaron a ubicarse frente a una ventana. Gracias a que los domingos jugaba basquetbol con sus “cuates” de la “cuadra”, su agilidad era sorprendente. Una vez que el Metro se detenía, Alán flexionaba sus piernas y, de un salto, se asía de la ventana entrearbierta. Su escaso metro y sesenta y cinco centímetros, escalaba la distancia, se deslizaba dentro del carro y, a toda velocidad, se apersonaba en un asiento, mientras que las puertas apenas se abrían para dejar entrar a la muchedumbre.

Las bocinas del convoy indicaban que la marcha se iniciaba; era la señal para que Alán cerrara los ojos con un doble propósito: “echarse un coyotito”, como él decía, y evitar que alguna impertinente mujer le pidiera groseramente que se levantara para ella sentarse, porque por lo visto “ya no hay caballeros en esta ciudad”, como había escuchado en más de una ocasión. No obstante, haciendo caso omiso de lo que dijeran, el muchacho se acomodaba para reiniciar su sueño matutino.