Sonrientes y conversando animadamente, los dos muchachos iban a bordo de un vagón del Metro. Era sábado y habían decidido pasar el día en el Bosque de Chapultepec, visitando el Museo de Antropología, como la gente llama coloquialmente al recinto cultural, y para disfrutar los sombreados vericuetos de sus vetustos jardines, donde perderse para expresar, en un solitario rincón, abiertamente su amor. Comerían cualquier cosa, lo que se les antojase de los innumerables puestos que hay en el lugar, de momento las consecuencias estomacales eran lo de menos, lo importante era que estaban juntos y que se amaban.
El tiempo parecía no importarles, mientras el convoy avanzaba por las oscuras vías para, de tramo en tramo, arribar a la siguiente estación. Lo habían abordado en la terminal Pantitlán. Para entrar tuvieron que abrirse paso con brazos, codos y hasta con todo el cuerpo, entre el remolino humano que colmaba los torniquetes. La aglomeración no era exclusiva de los días laborables, sino también de sábados y domingos, ya que Chapultepec es un punto de recreo muy frecuentado por la población de esos rumbos del oriente de la flamante y recién rebautizada ciudad de México. Esto era intrascendente para Alan y Freddy, las constantes risas y los roces ocasionales entre ellos hacían que el entorno no tuviera importancia y que el viaje fuera placentero.
Los muchachos hablaban de todo y cualquier motivo era pretexto para que una carcajada estridente y franca estallara por todos los rincones del colmado vagón. A esto se aunaban sus comentarios expresados por todo lo alto: “¿Ya viste aquella chaparrita de los enormes zapatones? Ni así le llega al cuello a su galán”, “¡Mira nadamás a aquel otro galán!… Ése, sí ése, el de los caireles que casi le llegan a los hombros, aunque se ve naquito, está como para comérselo”, “¿Y qué me dices de aquel paquete?”. Pero invariablemente, el enorme amor que se profesaban los dos jóvenes fluía a través de las miradas que intercambiaban, sin perder ni un instante. Sus ojos reflejaban el más puro amor que había surgido entre ellos hacía dos años, cuando se conocieron en la prepa, pero también de los más ardientes deseos de poseerse, en todos los ámbitos de su ser.
No faltaban las miradas curiosas o burlonas de los compañeros de viaje. “¡Mami ¿ya vistes a esos muchachos parece que son…?” “¡Usté cállese y voltiése para’cá! ¡No sea metiche o quiere que le dé una cachetada y le rompa la jeta!”
“Próxima estación Sevilla”, se escuchó en las bocinas del convoy. “Ya casi llegamos… a la próxima, nos bajamos”, dijo Alan. Las puertas se abrieron y, aunque muchas personas descendieron, casi no se notó en el furgón. Las puertas se volvieron a cerrar y el vehículo, poco a poco, retomó su velocidad; de pronto, antes de que el andén quedara atrás, un escupitajo, cruzó por una de las ventanillas del vagón y fue a estamparse en el rostro de Freddy, al tiempo que entre la multitud que había descendido, y que caminaba hacia la salida, se escuchó un grito anónimo: “¡Piches putos!”.
Lo ocurrido sorprendió a los jóvenes amantes, quienes al reaccionar, después de un primer instante de sorpresa, soltaron una sonora carcajada. Era sábado, estaban juntos y eso era lo único que importaba.