Recargado en el respaldo del sofá, el hombre veía, a través del amplio ventanal de su departamento, cómo el Sol se ocultaba tras el perfil de los edificios. Había adquirido esa propiedad porque desde el séptimo piso, donde se ubicaba, podía disfrutar los atardeceres, teniendo a la vista las montañas cubiertas de pinos, pero ahora las nuevas construcciones cambiaron el panorama.
Evocaba los años vividos en ese espacio con su esposa, así como el tiempo previo, colmado de planes para cuando vivieran juntos: las relaciones con sus familiares, el tiempo de espera antes del primer hijo, el número de descendientes (“¡Quiero que estés muy sano para que me des los tres hijos fuertes que queremos tener: dos niños y una niña!”, le decía ella con frecuencia). Sin embargo, después del matrimonio, pasaban los meses, después del plazo acordado, y el primer vástago no llegaba.
-Con seguridad tu mujer tiene algún problema, hijo, por eso no se embaraza –le comentaba su mamá al joven. Después de varios estudios de laboratorio, la conclusión sorprendió a todos: el muchacho era estéril.
-Te lo dije m’ija, ese hombre no sirve ni para darte un hijo… El propósito del matrimonio es la procreación, como manda el Altísimo, y si no hay hijos, no hay matrimonio –afirmaba la madre de la joven.
Negación, reclamos, incomprensión, agresión. Conforme transcurría el tiempo, la tensión entre la pareja iba en aumento, fomentada por los padres de ambos jóvenes.
“Creo que es mejor que nos separemos”, habían ultimado, cuando la situación se hizo insoportable.
El hombre se incorporó para cerrar la cortina del ventanal, se dirigió a la recámara y se recostó en la cama. Viendo los arabescos que la luz de la lámpara formaba sobre el tirol del techo, trataba de no pensar que su futuro, tantas veces planeado, se había derrumbado como un castillo de naipes.