“El que golpea a una, golpea a todas”. En reiteradas ocasiones había visto y escuchado el promocional en la televisión, a veces acompañada de su esposo, quien soltaba una sonora carcajada o expresaba uno que otro improperio: “¡Que vengan a decírmelo en mi cara! ¡Bola de…!”
Qué diferente había sido la situación unos años antes, cuando eran novios y recorrían todos los jardines públicos de la ciudad, a veces saboreando un helado o simplemente sentados en una banca, agarrados de la mano y prometiéndose el paraíso con los ojos.
-No te cases con ese hombre, no te conviene m’ija… se ve que no tiene oficio, ni beneficio; además es un vividor, no creas que no me doy cuenta que le haces regalos: la camisa que traía ayer, tú se la comprastes.
-Cómo crees mamá…
-A mí no me engañas, por eso soy tu madre y acuérdate que cuando tú vas, yo ya vengo…
-¡Ayyy mamá…! mejor sigo con mi quehacer.
Súbitamente, la mujer fue interrumpida en sus recuerdos por la enfermera:
-Le estoy hablando doñita y usted perdida en no sé qué nubes… ¡Abra la boca para que se tome sus pastillas!… Lo bueno que ahora su esposo sólo le fracturó tres costillas, no como la otra vez que la dejó como Santo Cristo; pero nosotras las mujeres no aprendemos, ¡todos los hombres son unos desgraciados!… Siga durmiendo, regreso al rato con su inyección de las once…