Con pasos breves, pero apresuradamente, Amalia, prendida del brazo de su madre, se dirigía a misa de siete. La última campanada de la segunda llamada hacía ya rato se había escuchado y a las dos mujeres no les gustaba llegar tarde a la iglesia.
Sus largos vestidos, de color negro, acordes para la preparación de la Semana Mayor, iban levantando un fino polvillo que se adhería a su borde inferior.
-¡Apúrate niña, que ya se nos hizo tarde, luego si entramos con retraso al templo no faltan las miradas insidiosas que voltean a vernos! Y baja la cabeza que una señorita decente no levanta la vista cuando va por la calle.
Sin contestar a las palabras de su madre, que como caballos desbocados salían en tropel de su boca, Amalia sólo se concretaba en asentir con la cabeza.
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Las mujeres ya estaban apersonadas en la banca acostumbrada de la iglesia, cuando se escuchó la última llamada, tras lo cual el clérigo, vistiendo sus ropajes morados salió por la pequeña puerta de la sacristía: se iniciaba el servicio religioso.
De espaldas a los feligreses, el sacerdote recitaba sus crípticas oraciones, leídas en un antiguo misal para no equivocarse, aunque de tanto repetirlas ya las conocía muy bien; sin embargo, ésa era la tradición y las tradiciones son para respetarse.
Sin dejar de seguir la misa, en latín, la muchacha veía, sin ver, el retablo mayor del altar, en particular la dolorosa imagen de El Crucificado, y, haciendo un esfuerzo supremo, no permitía que una lágrima escapara de sus ojos: los recuerdos no la abandonaban, aunque, a momentos, ella parecía flaquear.
Al término de la ceremonia religiosa, y tras unos breves saludos a sus antiguas amistades, Amalia y su madre emprendieron el camino de retorno a su hogar, pues el desayuno estaba aún a medio preparar. Las dos mujeres vivían solas en una de las viejas casonas del pueblo, ya que el padre de Amalia había muerto hace varios años.
Cada paso que daban, el polvillo se iba acumulando más y más en el borde de sus negros ropajes.
Aunque la calle era céntrica, a esa hora todavía no había muchos paseantes, sólo allá una mujer barría su banqueta, acá pasaba un niño con una bolsa que tal vez contenía pan, en la acera de enfrente un perro callejero levantaba la pata. De pronto el silencio matutino fue interrumpido por la fuerte carcajada de un hombre.
Sobre la misma acera, en sentido contrario, se acercaba una pareja: él, un hombre que apenas llegaba a la madurez, vistiendo un traje negro de charro, con botonadura de plata, que no dejaba de reír, mientras susurraba algo al oído de su pareja, una joven mujer maquillada exageradamente y que portaba un escaso vestuario, no propicio para la fría mañana, y que evidenciaba que habían pasado la noche en algún “centro de esparcimiento” del pueblo.
Esa contagiosa risa era inconfundible, infinidad de veces la había escuchado Amalia.
Dándole un apretón de brazos, en voz baja, su madre dijo:
-¡Habrase visto semejante desvergüenza!… Allí viene ese tipo con una mujerzuela. ¡Ya ni los días santos respetan en este pueblo! ¡Y mira, con toda su lujuria al aire!… ¡No levantes la vista!
Unos pasos antes de cruzarse, la sonriente pareja se apeó de la acera, y, al pasar cerca de las dos mujeres, el hombre leventemente inclinó la cabeza, acompañando el movimiento con un profundo y potente “¡Buenos días!”
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Amalia, sentada en el patio de su casa, no apartaba la vista del libro que tenía ente sus manos, abstrayéndose del espectáculo que ofrecía el atardecer. A cada momento, las nubes cambiaban de color y tonalidad, y, a lo lejos, se escuchaba el trinar de las aves anunciando que estaba próxima la hora de regresar a sus refugios.
En la sala de la casona, después de la comida, seguían departiendo los consabidos comensales de todos los domingos: la madre de Amalia, una hermana de la señora y su esposo, y el sacerdote. La sobremesa giraba en torno a los mismos temas, por lo que Amalia siempre buscaba un pretexto para refugiarse en su rincón favorito para leer y… soñar.
De su manga izquierda, que terminaba en un hermoso tejido de Brujas, Amalia extrajo un pañuelo para, con discreción, secarse una lágrima. “¿Estás llorando?”, preguntaron; la voz sorprendió y sobresaltó a la muchacha: era una pequeña, de escasos cinco años, quien le hablaba.
-Este… ¡No! Lo que pasa es que estoy leyendo un libro muy triste y casi me hace llorar –respondió Amalia.
-Si te pone triste, pues ya no lo leas –expresó la niña.
-Creo que tienes razón… Ven, siéntate a mi lado y platícame ¿cómo te ha ido? No sabía que estaban aquí.
-Después de comer, mi papá dijo que sería bueno visitarlas y ya llegamos.
-Me da gusto verte, hace mucho que no platicamos. Desde hace varios días tengo curiosidad de preguntarte si ya has pensado qué harás cuando crezcas y heredes el título de tu padre.
-No. Ni sabía que eso se heredaba.
-Claro que sí. ¡Te imaginas! ¡Serás marquesa!… Cuando llegues a una reunión te anunciarán como la Marquesa de Bu… -Amalia calló, sus ojos recobraron su habitual tristeza al recordar que ese día se había cruzado con quien consideraba el amor de su vida y no se había atrevido a levantar la vista para tan sólo verlo, para perderse en las profundidades de esos ojos ensoñadores, para recorrer con un deseo reprimido esos delgados y húmedos labios que le hicieron tantas promesas, para… sentir la tibieza de sus recias y suaves manos entrelazadas con las suyas. No osó afrontar a su madre (¡imposible –pensaba la muchacha- no tendría toda la eternidad para redimirse por haber desafiado a su madre!), pero, además, con seguridad él ya ni pensaba un poquito en ella, porque nuevos brazos le daban cariño y cobijo. Para qué hacerse ilusiones, si él ya era un hombre ajeno.