Todos los días, a la misma hora, la mujer, ya entrada en años, recorría el camino hacia la iglesia para asistir a “misa de siete” y pedirle al Altísimo que le regresara a su hijo.
Su figura encorvada, vestida de negro, se confundía con la oscuridad de la noche que ya comenzaba a disiparse; desde la desaparición del muchacho, ése era el único color de ropa usado por la anciana.
Hacía más de cuarenta años que el joven había salido rumbo a la escuela y nunca regresó. Las opiniones y explicaciones, casi siempre ficticias, de conocidos y desconocidos a los que la mujer les preguntaba sobre su hijo, se repetían: que si una patrulla se lo había “cargado”, que si había tenido un accidente y una ambulancia lo recogió, que si lo habían secuestrado, que… que… que ¿A quién creer, si cada pista investigada la dejaba más confundida y deprimida?
Una palabra, una seña, era el detonante para que la anciana recorriera la ciudad y preguntara a cuantas personas se le cruzaran en su camino, pero siempre los resultados eran infructuosos. Al joven “se lo había tragado la tierra”, concluía la mujer, llorando.
Pero hoy, el alba no la había visto recorrer el cotidiano sendero. La anciana yacía en su camastro, su respiración era agitada, su frente estaba perlada de sudor y con sus débiles manos se oprimía el vientre, tratando de aminorar el dolor que sentía.
De pronto, su mirada se clavó fijamente en un punto, en su boca se dibujó una sonrisa, apenas perceptible y su pecho dejó de agitarse… La anciana ya no se levantaría presurosa para ir a pedir, ante el altar de la iglesia, por el regreso de su amado hijo.