-¡Domitila!
Al escuchar su nombre, la muchacha volteó rápidamente, y ahí, en la entrada del solar, estaba su amado Agustín, el hombre de sus sueños y el aliciente para seguir viviendo, sin importar los sufrimientos sentidos.
-Agus… mi vida –sólo alcanzó a decir; los acontecimientos vividos se levantaban, entre los jóvenes, como una muralla infranqueable.
Desde hacía varios años, sus familias habían tenido serias diferencias por los linderos de sus tierras, pero como ninguna cedió, los problemas se agudizaron. Sin embargo, Domitila, desde que sintió esas “cosquillitas en la panza”, al llegar a la adolescencia y sentirse atraída por el Agustín, no había momento del día en que no lo tuviera en su mente; por eso, cuando el muchacho se le declaró, no vaciló en responder:
-¡Claro que sí, Agus! Acepto ser tu novia, pero… -la mirada de la joven evidenciaba su preocupación, lo que no pasó inadvertido para el joven.
-Pero qué, amor; si tú y yo nos amamos, no sé por qué te preocupas –aseveró Agustín- ¿No vas a decirme qué te pasa?
-Tú bien sabes que nuestras familias están peleadas desde hace varios años, y no sé cómo vayan a tomar nuestro noviazgo.
-¿Y quién te dijo que vamos a pedirles permiso? Podemos vernos de vez en cuando, a escondidas si quieres, o enviarnos mensajitos con tu amiga Rafaila –concluyó el muchacho.
Eternos se le hacían los días a los jóvenes, cuando no tenían noticias uno del otro. A veces al salir de misa, cuando ella iba a la tienda por el “mandado” o al ir a visitar a su amiga Rafaela, siempre buscaban el momento para cruzarse, intercambiar miradas, sonrisas y alguna que otra palabra; lo importante era verse y sentir cómo el corazón se aceleraba cuando estaban cerca.
-Mi vida, lo he estado pensando mucho y… no quería decírtelo pero… -le decía titubeante el muchacho.
-¿Qué pasa Agus? –preguntó inquieta la chica.
-La verdad es que mi papá y yo nos vamos a ir a la bola. Dicen que ya varios pueblos se han levantado contra los rotos, para tener una mejor vida… Tú sabes que te quiero bien y debo tener algo qué ofrecerte… Además, mis amigos me han dicho que el Toño, tu hermano, anda diciendo que me va a matar, dondequiera que me encuentre. A ver si cuando regrese, y con algo qué darte, ya se le pasó el coraje y no se opone a lo nuestro –justificó Agustín.
Sin poder contradecirlo, Domitila bajó la mirada y comenzó a llorar.
La joven reaccionó e interrumpió sus recuerdos; ahora, Agustín se encontraba parado frente a ella, apoyando la mano derecha en la cerca de piedras, que de milagro no se caían pues no tenían mezcla que las uniera. La sorpresa y la emoción la paralizaron, ante lo cual el muchacho avanzó decidido.
-¿A dónde crees que vas? –dijo Toño, quien, al escuchar voces, salió de la choza.
-¡Toño! es que… -balbuceó la chica.
-¡Tú te callas y te metes al jacal! –ordenó Antonio a la mujer, al tiempo que sacaba un revólver que traía en la cintura.
-¡Por favor Toño, cálmate! –gritó la muchacha, pero ya era tarde, su hermano había accionado el gatillo.
Agustín sintió que un líquido tibio humedecía su vientre, su mirada comenzó a nublarse, y antes que la oscuridad cubriera sus ojos, estiró su diestra, como tratando de alcanzar a su amada. El muchacho se desplomó y quedó inerte, ante la mirada atónita de la joven, que no dejaba de llorar.
-¡No… no… no! ¡Dios mío! ¿Qué has hecho Toño?
Pero, sin escucharla, el hermano volvió a enfundar el arma, en su cintura, y entró en la choza, mientras que Domitila abrazaba el cuerpo de Agustín, tratando inútilmente de devolverle la vida, con la humedad de sus lágrimas.