El muchacho, luciendo un entallado pantalón de mezclilla, que destacaba sus atributos masculinos, y que llevaba arremangados hasta media pantorrilla, abordó el vagón del Metro. Su atuendo era complementado con una camiseta de su equipo deportivo favorito; calzaba unos zapatos de tela, tipo playero, de color rojo; en el lóbulo de la oreja izquierda portaba un arete, que le había regalado su novia; su abundante cabellera, totalmente peinada hacia atrás y con un corte “estilo boricua”, aumentaba unos centímetros a su escuálida y pequeña figura; sus rasgos faciales casi estaban totalmente cubiertos por unos enormes lentes oscuros.
Una vez dentro del convoy, buscó un espacio entre la aglomeración. Antes de llegar a la siguiente estación, sintió un roce furtivo en el bajo vientre; miró hacia abajo, a la derecha, a la izquierda, en busca de la mano curiosa, pero sólo encontró miradas ensimismadas.
El tren llegó a la estación y hubo reacomodo de pasajeros; nuevamente la sensación se hizo presente, pero el culpable no fue identificado.
-Será mejor que me cambie de vagón en la siguiente estación –se dijo el joven, molesto.
Poco después se escuchó en los altavoces “Próxima estación: ‘Salto del Agua’”. Con dificultad se acercó a la puerta.
El convoy llegó a la estación anunciada, las puertas se abrieron, y cuando el muchacho bajaba, se escuchó un grito, oculto entre el anonimato de la multitud:
-¡Pinche puto! Creí que eras más machito… ¿Por qué no me respondistes?
El joven, abochornado, no volteó al oír la agresión femenina y se perdió en el congestionado andén.