La clase de música había concluido. Algunos alumnos salieron del auditorio de la escuela secundaria, que era donde se impartía la materia, para estirar un poco las piernas y para comentar mil cosas y nada, en lo que se iniciaba la siguiente clase. Otros más, la mayoría, habían subido al escenario para rodear a la maestra, que continuaba sentada al piano, ataviaba de manera llamativa: sus vestidos siempre eran del mismo color, negro, y muy cortos, lo que le permitía mostrar sus torneadas piernas.
-Maestra ¿por qué no nos toca una composición de ese Chopin… del señor que nos platicó hoy?
-¡Sí, sí… por favor!
-Ándele, ahorita que tenemos tiempo…
Insistían los jovenzuelos, mirándose pícaramente entre ellos.
La profesora, que no necesitaba algún pretexto para acariciar el ébano y marfil, deslizó sus largas y delgadas manos sobre el teclado, evocando la composición del músico polaco, al tiempo que entrecerraba los ojos.
Extasiada con su interpretación, la maestra no se percataba que algunos alumnos, los más atrevidos y “calenturientos” (“jariosos”, como se decían entre ellos), se deslizaban debajo del piano para, desde ese lugar, admirar sus piernas y su ropa interior, cuando por el movimiento de los pedales del piano, se abría el paraíso para los adolescentes. Nunca faltaba que, el más “urgido”, saliera corriendo rumbo a los sanitarios.
El agudo y molesto sonido de la “chicharra”, anunció el inicio de la siguiente clase; los muchachos salieron, en estampida, del auditorio; sólo permaneció, en uno de los asientos, un jovencito, delgado y de baja estatura, que no había apartado la vista de la profesora.
-Y tú ¿qué no vas a ir a clases? –le preguntó la mentora.
-Sí, maestra… ya voy –respondió el adolescente, mientras que sus ojos irradiaban una infinita ternura y admiración, viendo a su profesora.
-Bueno… nos vemos la próxima clase –dijo la maestra al jovencito y salió del auditorio, dejándolo sumido en sus ensueños.