-¡Tomasa!… ¡Tomasa!… ¿Dónde se habrá metido esa condenada escuincla?… ¡Tomasa!… –gritaba Pedro, visiblemente alcoholizado.
Con la mirada baja y sin decir palabra, del cuarto contiguo salió una muchachita de escasos trece años.
-¿Dónde estabas, hija del demonio? ¿Qué no oyes que casi me desgañito? –inquirió el hombre.
-Pues estaba aquí adentro, en el otro cuarto, ¿dónde más quiere que esté? –respondió Tomasa, mustiamente.
-Ya te he dicho hasta el cansancio que cuando tu padrino esté aquí, debes estar al pendiente de que nada le falte. ¡Mira, ya hace un buen rato que no tenemos nada para chupar! ¡Ve a comprarnos otro six! –prosiguió el hombre, tras lo cual la jovencita extendió la mano- ¿Y ora qué?
-Pues deme –apenas se atrevió a decir Tomasa.
–Ai coge del cajón.
-Pero papá, eso es para la comida…
-Ya después veremos… tú obedéceme.
-… además, ¿ya vio la hora que es? Lo más seguro es que doña Chonita ya cerró su ventanita.
-Pues te me vas hasta la avenida, la tienda que pusieron en la gasolinera está abierta toda la noche, así que apúrate ¡y no me saques de mis casillas con otro de tus peros!
*** *** ***
–Salucita compadre, que la vida es breve y hay que disfrutarla.
Decía Pedro a su acompañante, un joven de treinta y dos años que era padrino de bautizo de Tomasa. El muchacho era chofer de una “micro” y, desde que era adolescente, había adquirido el gusto por el ejercicio: con dos botes llenos de cemento, unidos por un trozo de tubo, había improvisado unas pesas para adiestrarse. La falta de información y de un instructor, había propiciado que el muchacho desarrollara desproporcionadamente los pectorales, por lo que sus amigos y conocidos comenzaron a llamarlo “El Pechuguín”.
Todos los sábados, por la tarde, Iván “El Pechuguín” y Pedro, se reunían para compartir cervezas y alguna botana.
La mujer de Pedro lo había abandonado cuando Tomasa apenas comenzaba a caminar, y él ya no recordaba cuántos años hacía, ¿para qué recordar? Los recuerdos sólo le causaban daño, era mejor olvidar ¡y qué mejor que acompañado con una “chelas”!. El hombre tampoco recordaba por qué su mujer había escogido a Iván para padrino de su niña, ya que, en ese tiempo, el joven apenas había llegado a la mayoría de edad; eso tampoco le importaba, el “compadrito” era un “buen valedor” y pasaba momentos muy agradables con él. Por cierto, Pedro vendía pollos en el mercado de la colonia.
*** *** ***
Recostada en su camastro, Tomasa dejaba volar su imaginación y sus evocaciones. No tenía un solo recuerdo de su madre, pues su papá nunca hablaba de ella; tampoco sabía si tenía otros familiares: para ella, su única familia era Pedro.
Las horas pasaban lentamente, no sabía qué hora era, en el cuarto contiguo ya no se escuchaban las voces y las risas estridentes de los “compadres”, hasta que el leve chirrido de la puerta del cuarto rompió el silencio e hizo que la muchacha volteara, era “El Pechuguín”, quien, sonriente, entró.
-Hola ahijadita ¿estás despierta?
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Con la ropa desaliñada y la cara descompuesta por las horas de llanto, Tomasa permanecía hecha un ovillo sobre su cama. Aún sentía el fétido aliento de Iván, mezclado con alcohol, al igual que su calurosa respiración en el cuello y la humedad de su lengua recorrer su piel. Cuando la jovencita sintió la tosca y rasposa mano hurgando en la intimidad de su ropa, supo que todo estaba perdido. El dolor era insoportable, su cuerpo estaba partido en mil pedazos; aún sentía los embates inmisericordes del hombre en lo más profundo de su ser y de su alma.
Un poco de luz se filtró por una de las rendijas del cuarto. Amanecía y Tomasa no sabía qué iba a hacer: su papá nunca le creería lo sucedido.
Los días se sucedieron lentamente y, en la mente de la muchacha, una idea no la dejaba descansar: ¿qué iba a hacer?
*** *** ***
-Voy a estar en el otro cuarto, si me necesitas me llamas –dijo Tomasa a su padre.
Era sábado y, como invariablemente ocurría, Pedro e Iván estaban reunidos. Antes de meterse en el cuarto, la muchacha, coquetamente, volteó a ver a “El Pechuguín”, lo que no pasó inadvertido para el muchacho.
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Con lentitud, Tomasa colocó debajo de la almohada de su camastro, una de las tijeras que su padre usaba para partir el pollo, y tranquilamente se sentó; no sabía cuánto tiempo aguardaría, pero la espera bien valía la pena.