El convoy del Metro se acercaba a otra estación; en uno de los vagones, que a esa hora venían casi vacíos, una joven aparentaba leer. La puerta se abrió y algunos pasajeros ascendieron, entre los cuales se encontraba un joven que llevaba una mochila a la espalda, lo que evidenciaba que era estudiante. Se acomodó en su lugar habitual, recargado en el pasamanos en la puerta contraria a la de acceso; se sentía observado, volteó y se percató que, de reojo, la muchacha lo veía; esbozó una sonrisa y decidido se dirigió hacia ella.
-¡Hola! ¿Me puedo sentar aquí? –dijo seguro, señalando el asiento contiguo al de la muchacha, quien no contestó, fingiendo leer.
Cuan largo era, el joven se acomodó en el asiento, volteó a ver a la chica, miró el libro que sostenía entre sus manos y dijo:
–Azul profundo… Yo la acabo de leer… es una buena novela, aunque me parece que el personaje principal a veces se diluye… … …
Ante la verborrea del joven, la muchacha sonrió, de manera casi imperceptible.
-¡Ya la armé! –se dijo internamente el joven.
Las estaciones se sucedían vertiginosamente.
-Bueno, en la próxima estación yo me bajo –dijo la chica.
-¿Y cuándo nos volvemos a ver? –preguntó el muchacho- ¿Me das el número de tu cel?
-Es que… no tengo… quiero decir, está descompuesto.
-Entonces ¿cómo le hacemos?
-¿Qué te parece si el próximo viernes, a esta hora, nos vemos debajo del reloj de esta estación?
-De acuerdo –concluyó el joven y, antes que la muchacha pudiera reaccionar, le dio un beso en la mejilla.
Los días, primero, y las semanas, después, transcurrieron y, puntualmente, todos los viernes, a las cuatro de la tarde, debajo del reloj de la estación, los jóvenes acudían a su cita: a veces para recorrer el centro de la ciudad, otras para ir a platicar, sentados en la banca de algún parque, las menos para ir al cine; pero después de la primera reunión amorosa, el lugar inevitable era el cuarto de un hotel, siempre diferente, para no ser descubiertos.
-¿Aún no te entregan tu teléfono? –inquirió el muchacho.
-No… ya estoy pensando en comprarme otro.
-Como tú veas, pero ya me urge que tengas un cel para poder, cuando menos, escucharte cuando no estás conmigo; ¡los días sin ti se me hacen eternos! Jejeje…
Transcurrió una semana más y el joven esperaba a su amada, en el lugar acostumbrado. Los minutos transcurrían lentamente y ella no llegaba.
-¿Qué le habrá pasado?… ya se atrasó dos horas –pensaba el muchacho, quien se sobresaltaba ante la llegada de un nuevo convoy. Pero la chica no llegó ese día a la cita pactada, ni el siguiente viernes, ni el siguiente…
Cada vez que él tenía tiempo libre, lo pasaba en la estación, esperando que de casualidad la muchacha llegara. Inútil espera.
El convoy arribaba a la estación; el joven, cansado de esperar, lo abordó, buscó su lugar favorito y estirando el cuello, displicentemente miró a los pasajeros y sonrió, era su día de suerte: en un apartado asiento, vio una muchachita, que aún no llegaba a los veinte años de edad, que leía Azul profundo.