-¡Ay m’ija sólo te pude traer estos centavos! Espero que tu papá no se dé cuenta que los tomé de sus ahorritos –decía la mujer a su hija, al pie de un poste que sostenía una maraña de cables para la luz que semejaban y eran eco de la cabeza de la joven, en la puerta de la vecindad donde vivía ésta.
-Esto no me va a servir para nada, pero de algo a nada… -respondió la chica, quien tendría, cuando mucho, dieciocho años y cuya imagen no dejaba duda que apenas se acababa de levantar.
-Yo quisiera ayudarte más, pero ya sabes que con la pensión de tu papá apenas nos alcanza… -continuó la madre- No sé por qué tu pareja no busca trabajo, ahorita que todavía está joven y fuerte.
-¿Y quién quieres que dé trabajo a un expresidiario, o ya se te olvidó que ha caído varias veces en la cárcel por vender la yerba? No mamá, el Toño ya está fichado, no tiene cartas de recomendación y así nadie le va a dar trabajo.
-No sé cómo te fuistes a fijar en se muchacho, si tú bien sabías que, desde chico, no tenía oficio ni beneficio. Y luego que se juntó con los drogadictos ¡peor!
-En el corazón no se manda, ese chavo siempre me gustó; además, cuando se está enamorada uno no piensa.
-Pero m’ija… Puede que tengas razón, pero porque no te quedastes sólo con tu primer hijo, con el que me salistes cuando cumplistes los quince, no que ahora ya tienes tres chamacos y sin trabajo no sé qué vas a hacer –concluía la madre.
Las mujeres interrumpieron su diálogo, que se había repetido, con ligeras variantes, todos los días que se encontraban, por la voz chillona de un niño que, desde una ventana del primer piso de la vecindad, gritaba con toda potencia.
-¡Mamá ya despertó mi papá y dice que ya tiene hambre –tras un momento el niño siguió- ¡Dice que te metas o que ya sabes lo que te espera!
-Bueno, te dejo porque si no el Toño se va a enlionar y no sabes cómo se pone –dijo la muchacha, dándole un beso en la mejilla a su mamá, tras lo cual entró por la desvencijada puerta de la vecindad, dejando a la mujer “con el Jesús en la boca”, por lo que pudiera hacerle su “pioresnada”.
-¡Adiós mira’viones! –gritó a la mujer uno de los dos chiquillos que pasaron corriendo junto a ella y se perdieron al doblar la calle.
A la mujer, doña Márgara, los muchachos y uno que otro mayor, la apodaban “La mira’viones” porque tenía una discapacidad en sus ojos: no recordaba cuándo, pero un problema del músculo ocular del lado derecho había originado que ese ojo siempre “apuntara” hacia arriba, como buscando algo, “aviones” decían los chicos, de ahí su apodo.
-¡Ay doña Márgara, no había dejar que esos barbajanes le digan así! –le dijo una mujer que había estado parada en la puerta de la vecindad, durante todo el tiempo que la mujer y su hija habían estado platicando, para enterarse de lo que pasaba y, así, tener tema de conversación con las otras vecinas. “La ociosidad es la madre de todos los vicios”, dice el dicho popular.
-No se preocupe Teresita, ya sabe cómo son los niños, no lo hacen con intención de molestarme, sino para reírse un rato.
-De todos modos, los había de acusar con sus madres para que les den una pela.
-La dejo vecina, ya es tarde y no he empezado a cocinar –dijo doña Márgara y apresuradamente se dirigió a su domicilio. A lo lejos ya se escuchaba la grabación del camión que compraba artículos viejos y que era la señal para que la mujer iniciara la preparación de la comida del día: “Se compran estufas, refrigeradores… “