“Hoy va a ser un mal día”, se había dicho Elías al despertar ese martes trece, “Debo tener mucho cuidado, el número trece siempre me ha traído problemas y, para acabarla de rematar, es martes. ¡Me lleva la…!”.
El joven trabajaba como mensajero en una agencia de viajes. Había terminado la preparatoria y no había sido un mal alumno, pero las carencias económicas de su familia lo orillaron a abandonar los estudios. Lo que ganaba su padre, como empleado en la delegación política, no alcanzaba para mantener una esposa y cuatro hijos. Elías era el mayor, así que tenía que colaborar con su familia. El único lugar donde encontró cabida fue en esa agencia, ¿dónde iban a aceptar a un muchacho sin experiencia laboral y sin cartas de recomendación?
Quien lo conocía, siempre se refería a él como un joven muy alegre. Su principal afición era bailar; todos los ritmos tropicales y, en especial salsa, eran sus favoritos.
Los sábados, por la noche, era una delicia verlo bailar en el kiosco de la colonia, al compás de la música que manipulaba algún “sonidero” de renombre. Sus favoritos eran “La changa” y “Fascinación”. Las chicas asistentes, casi hacían fila para disfrutar de la cadencia del muchacho. No había faltado quien, en más de una ocasión, le gritara “Si como bailas, las mueves, papacito”, “¡Quiero, muñeco!”. En efecto, sus ágiles piernas sostenían una rítmica cadera que marcaba el compás de cualquier pieza que le pusieran. En el barrio se decía que quien sabe bailar, sabe hacer muy bien el amor.
Después del baile sabatino, regresaba a su casa cansado, pero feliz y sobrio, pues no consumía ni una gota de alcohol, ni tampoco fumaba. Bailar era su único “vicio”. A esa hora, casi siempre sus padres y hermanos ya dormían. Silenciosamente entraba en la habitación que compartía con su hermano Jónathan (“El Jona”, como le decían), se despojaba de sus zapatos de charol, especiales para bailar, y de su habitual camisa escarlata de seda, con escarola en el pecho, y se dejaba caer sobre el camastro. Mientras evocaba sus mejores pasos y con las melodías todavía retumbando en sus oídos, se acariciaba los dos o tres pelos que tenía en su escuálido pecho, hasta quedarse dormido sobre las cobijas.
-¿Otra vez te quedaste dormido sin desvestirte? ¿Cuándo aprenderás? –le decía su madre al muchacho, al amanecer del domingo, su único día de descanso.
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Ese martes, Elías, sentado al borde de la cama, se estiró, bostezó y se rascó la axila izquierda. Con los ojos entrecerrados y con pasos inseguros se levantó, tomó su toalla con imágenes impresas de Toy Story y se dirigió al baño.
-Hoy debería quedarme en mi casa; no va a ser mi día: ¡Es martes trece! –volvía a decirse el joven, como queriendo exorcizar la fecha, mientras se enjabonaba el delgado pero recio cuerpo. Los tibios chorros del agua terminaron por despertarlo y lo hicieron olvidar los malos augurios.
-¡Nos vemos jefa! –dijo Elías, tras tomar su acostumbrada taza de café, acompañada por unos “cuernitos” de pan.
-¡Cuídate m’hijo! Deja que te eche la bendición –los dedos de la mujer en un alocado vaivén se movían sobre el rostro del joven, mientras musitaba algunas palabras ininteligibles, propias de una oración críptica, tras lo cual le dio un beso en la mejilla.
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-Ésta es Avenida Suchiate. Ahora a caminar para buscar el número 313. Esta casa es el número… ¡Maldita sea, ni el número pueden ponerle a su casa!… Bueno, la que sigue es el quince. ¡A caminarle Elías!
Se decía el joven al llegar a la calle donde tenía que entregar un paquete, el primero del día; “más lo que se acumule”, siempre decía al realizar su trabajo. Como no sabía manejar motocicleta, y la única que poseía la compañía la utilizaba “el Christian”, que también era mensajero; su medio de transporte era el público. “Es mejor ir sentadito que exponerme a los peligros de manejar”, era su acostumbrada excusa. El Metro era su transporte más usado, después tomaba una “micro” o, si estaba cerca la dirección, terminaba su trayecto caminando. Para esta entrega había tomado la “Línea Rosa” del Metro y posteriormente caminó.
A esa hora, la avenida estaba muy transitada. Casi todas las construcciones de esa calle eran fábricas o empresas, por lo que las banquetas aparecían desiertas. Sólo la figura del muchacho transitaba bajo el Sol que ya comenzaba a “calar”.
Tras haber avanzado algunos metros y al llegar a la altura de la casa marcada con el número 113, Elías vio que en la acera de enfrente, y en sentido contrario a él, venía caminando una mujer. A la distancia, se percató que la chica tenía “buen cuerpo”; como hacía más de una semana que el muchacho no visitaba a su fiel amiga manual, las hormonas se le alebrestaron en las venas. Presuroso, y con ganas de coquetear, aprovechó que no venían muchos vehículos y corriendo entre los que transitaban cruzó la calle. La mujer ya estaba a unos metros de él. Disminuyó el paso y al cruzarse con ella, descaradamente, volteó a verla. La chica, que indudablemente era atractiva, también lo vio y se detuvo; con mucha tranquilidad abrió su bolso y ¡extrajo una pistola!
-¡Órale pendejo! ¡Caite con todo lo que traigas! –le dijo a Elías, apuntándole con el arma.
Efectivamente no era su día. El muchacho extrajo el contenido de sus bolsillos y se lo entregó a la mujer.
-¡No te hagas güey! ¡También el reloj y el celular! –ordenó la sorpresiva chica. Al recibir el “botín”, continuó su camino, dejando a Elías atónito, sin poder recuperarse del pasmo.
-Yo tenía razón. Éste no es mi día… lo bueno que no me quitó el paquete. La muy zorra, con seguridad, se dio cuenta que sólo tiene papeles. ¡Y todo por andar de caliente!
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A pesar de que en la agencia le ordenaron a Elías que fuera a levantar un acta por el robo, el muchacho no quiso hacerlo. “¿Para qué? si robos mayores nunca los investigan, menos lo que esa mujer me quitó, baratijas que compré en el tianguis y unas cuantas monedas” fue la justificación que esgrimió; además, esa noche jugaba el Tri y no se iba a perder el partido. “Se imaginan cuántas horas voy a estar en la delegación y para que nunca lo resuelvan. Nel, perdón… No, mejor me voy a mi casa a ver el partido por la tele.
Al llegar a su domicilio, y tras narrar, con lujo de detalles, su odisea, Elías se cambió de playera y se puso la del “tricolor”. Esperaba que la selección ganara para, así, olvidar el mal momento vivido.
-¡Mamá, Elías no sale del baño! ¡Ya tiene como media hora! –gritaba “El Jona”.
-Espérate hijito, ahorita sale –dijo la madre.
-¡Pero ya me anda!
-Comprende que tu hermano está muy espantado. Me dijo que iba a lavarse la cara para desestresarse. Oye cómo se queja, con seguridad está llorando.
-Pero mamá, esos quejidos no son de… -quiso decir Jónathan.
-¡Shhh, cállate! Entra al baño de mi cuarto y deja a tu hermano en paz. Yo voy a terminar de preparar los sopecitos para ver el partido –remató la mujer.
Ese día el Tri volvió a perder. Evidentemente, fue un día de mala suerte, pero Elías ya estaba más relajado.