-¡Ora sí viejas jijas, ya se las llevó la chingada! –gritó el hombre, golpeando la enorme puerta y entrando en la estancia de la mansión porfiriana, ubicada en la naciente colonia Roma.
Tras él, infinidad de mujeres, hombres y uno que otro niño, ingresaron en el enorme salón. A su paso caían, hechas añicos, las clásicas estatuas de mármol, importadas de la vieja Francia; más allá, unas mujeres arrancaban los pesados cortinajes de seda y brocado, así como los gobelinos importados de Europa, mientras que un niño brincaba sobre una mesa Luis XV, derribando un tibor de la dinastía Ming. Desde la cocina, llegaban los gritos desesperados de las mujeres de la servidumbre, que de esta manera querían evitar los manoseos ordinarios de los “alzados”. El caos reinaba en cada uno de los rincones de la casa afrancesada; pero de pronto, en la cima de la escalera se recortó la figura del anciano propietario:
-¡Ya estuvo bien, bola de zarrapastrosos! ¡Fuera todos de mi casa! –fueron las palabras que alcanzó a decir, antes que el certero disparo de uno de los invasores, lo hiciera desplomarse y rodar por los escalones.
-¡Nooo!… ¡Papá! –gritó una niña, de alrededor de siete años, que escondida bajo una mesa del pasillo superior, había observado la escena, lo que pareció no importarles a los asaltantes, quienes estaban ocupados en cosas “más importantes” para ellos.
En cuclillas, hecha un ovillo, con la cabeza inmersa entre los brazos y piernas, la chiquilla permaneció en su improvisado escondite, hasta que el silencio volvió e hizo que levantara la cabeza: la destrucción era total, las porcelanas de Sevres y de la milenaria China, los mármoles de Carrara, los candiles importados de Francia, en fin, todos y cada uno de los objetos atesorados por generaciones, estaban destruidos.
Volteando hacia todos lados, la pequeña se levantó y, sigilosamente, caminó por el pasillo: el cuerpo de su padre ya no estaba donde lo había visto caer, lo que le causó extrañeza; pero antes de que pudiera reaccionar escuchó una voz a sus espaldas:
-¿Y tú qué haces aquí, pinche escuincla? –era una mujer, vestida humildemente, que salía de la recámara de sus padres- ¡Órale, juera de la casa… ya es nuestra!… ¡Ya no somos sus criados!
Temerosa, la niña bajó las escaleras, cruzó la estancia y salió al patio de la casa; allí la desgracia también reinaba, parecía que un tornado había arrasado los jardines y fuentes. La reja de la puerta exterior estaba derribada.
La calle estaba casi desierta, sólo uno que otro transeúnte pasaba apresurado. Cuánto tiempo caminó, nunca lo supo la niña; sólo recordaba que hacía unos meses, cuando se hizo más patente el rumor de que se planeaba un levantamiento contra el gobierno, su mamá había decidido irse a vivir al Bajío, a la casa de sus familiares.
La pequeña había resuelto permanecer con su padre, a quien tanto quería, para cuidar sus bienes, pero con la promesa de que si la situación se tornaba más difícil, los dos seguirían a la madre; así que ahora su única alternativa era ir a buscarla.
Como pudo, preguntando aquí y allá, logró llegar a la casa de sus padrinos de bautizo, además, en varias ocasiones, había acompañado a sus padres a visitarlos, por eso localizarlos no fue muy difícil. Allí les platicó lo ocurrido y su deseo de ir en busca de su madre. A pesar de la situación problemática, el padrino pudo llevarla y entregarla a su comadre.
En el Bajío vivió su adolescencia y juventud, y cuando las aguas de la tormenta social amainaron, ambas mujeres regresaron a vivir a la capital, en lo que pudieron rescatar de sus antiguas propiedades. Con el paso de los años, la madre murió y la muchacha nunca encontró al hombre que llenara su soledad y su infinita necesidad de amar.
Atardecía. Las nubes se teñían, con la inmensa paleta de un prodigioso pintor que se divertía creando instantáneas irrepetibles: rosas, amarillos, rojos, lilas, morados, ocres, los colores cambiaban cada segundo, rivalizando para sorprender a cualquier mirada sensible.
A esa hora, el milenario bosque, que se ubica al poniente de la ciudad, casi estaba vacío. Sólo una dama, muy anciana, tocada con un sombrero que evocaba tiempos idos, con una blusa de manga larga y escarola en el pecho, falda oscura que llegaba debajo de la rodilla, abrigo de pieles y zapatillas de ante, caminaba lentamente por los senderos bordeados de centenarios ahuehuetes y macizos de nomeolvides. En su diestra sostenía una sombrilla, que, cerrada, le servía de bastón. Su esbelta y erguida figura, así como su caminar pausado y firme, indicaba que había recibido una esmerada educación. Su mirada, segura y nostálgica, añoraba otros tiempos, tal vez más felices para ella, y otras personas, ahora ya ausentes.
La anciana llegó al pie de un automóvil negro, donde el chofer ya la esperaba, abriéndole la portezuela como en un ritual repetido durante muchos años. El vehículo se puso en marcha y se incorporó al ruidoso tráfico de la todavía bella avenida que, otrora, comunicara fluidamente el bosque con el centro de la ciudad.