-Lo siento mi vida, no te quería lastimar pero tú me das motivos- Por eso te digo que me obedezcas y no me contradigas… ¿Estás bien chiquita?
La mujer con el cabello y la ropa descompuesta estaba arrinconada en la habitación. A su lado, su pareja trataba de consolarla; sin embargo, ella lo veía con una mezcla de miedo y sumisión, aunada a un sentimiento indefinido que la hacía permanecer hecha en ovillo, viendo, de reojo, a su agresor. Su nariz estaba totalmente destrozada, un puñetazo del hombre la había roto.
No era la primera ocasión en que el sujeto la golpeaba o la agredía psicológicamente, pero la mujer todo lo soportaba: no podía vivir sin él; además, estaba convencida que los golpes los tenía merecidos por hacerlo enojar. “En el pecado llevo la penitencia”, se decía ella, después de cada pleito.
No recordaba cómo había empezado la violencia en esta ocasión, pero no importaba, el resultado era siempre el mismo: tenía que decir a sus padres que saldría algunos días de la ciudad por cualquier motivo, la razón verdadera era que necesitaba tiempo para curarse de los golpes.
Cuando lo conoció viajaba en el Metro; regresaba de trabajar en una oficina, era asistente de secretaria; de repente lo vio: un hombre de cuando menos uno ochenta de estatura, muy joven y atractivo. Su nombre: Carlos Alejandro, su ocupación: repartidor de mensajería en una empresa transnacional. Era de ese tipo de hombres que invariablemente logra que la gente volteé a verlo.
La mujer no podía apartar la vista del hombre, lo que no pasó inadvertido por él.
-¡Hola! ¿Ya de regreso del trabajo? –preguntó el joven.
Al verse descubierta, la muchacha, sonrojada, ocultó la mirada.
-Me llamo Carlos Alejandro, pero mis amigos me dicen Charly, ¿y tú? –preguntó el hombre.
-¿Yo qué? –se atrevió a decir la muchacha.
-¿Que cómo te llamas? –continuó Carlos.
-Rosa Margarita… mi nombre es Rosa Margarita –respondió la chica, con deseos de que el hombre siguiera la plática.
-¿Y en qué trabajas? –requirió él.
Tras las consabidas y trilladas preguntas y las correspondientes respuestas, los dos jóvenes reían como si se conocieran desde hacía mucho tiempo. El intercambio de números telefónicos concluyó con la fecha para una próxima cita. La chica agradecía haber conocido a un hombre tan agraciado y él poder confirmar que, hasta el momento, ninguna mujer se resistía a “sus encantos masculinos”, según decía cuando alardeaba ante sus amigos. De sus más de quinientos “amigos” que tenía en el facebook, más del noventa por ciento eran mujeres.
La siguiente ocasión que se encontraron fue en una cafetería. La muchacha llegó antes que él; tomaba un pequeño sorbo de la infusión, cuando entró el joven.
El muchacho llevaba una playera entallada, de color morado, en cuyo frente tenía impresa la frase “Me merezco más, pero contigo me conformo”, que destacaba sus brazos, pectorales y vientre; el pantalón de mezclilla también era ajustable, para “destacar el paquete” pensaba el hombre cuando los compraba; la reducida cintura se remarcaba con un cinturón que tenía una enorme hebilla de plata; no faltaban los mocasines, sin calcetines, por supuesto. El rostro del muchacho se conjugaba con la indumentaria: la impecable barba de candado enmarcaba una boca de labios delgados; la nariz recta partía de una cejas bien depiladas, sin llegar a la exageración; sus negros ojos no permanecían quietos, parecía que siempre estaban a la busca de algo; el corte de cabello, al estilo “tico”, no mostraba un cabello fuera de lugar, el gel ayudaba mucho. Cuando la chica lo vio, su semblante resplandeció y, mostrando la mejor de sus sonrisas, levantó la diestra para que el hombre la ubicara.
-¿Cómo estás chiquita? Perdona que haya llegado tarde, pero me surgió un contratiempo –dijo el hombre, al tiempo que daba un beso, en la boca, a la mujer. Ella no se resistió, es más, se sintió complacida. Desde esa primera cita hicieron el amor.
–Suertudota que soy, con él me saqué la lotería –pensaba la chica, cuando regresaba a su casa, en su habitual medio de transporte, el Metro. Iba sola, ya que cuando salieron del hotel el muchacho se despidió, pues tenía “otros compromisos que atender”. Pero no le importaba, estaba feliz, nunca ningún hombre la había hecho sentir “tan mujer”.
Las siguientes citas no fueron con la frecuencia que la mujer deseaba; en algunas ocasiones, el muchacho, a última hora, le cancelaba la reunión, los motivos eran por demás ilógicos, pero ella parecía no darse cuenta o no le importaba. Lo que el joven le diera le bastaba para seguir contenta con él.
Un día, después de “hacerse del rogar” durante varias ocasiones, aceptó irse a vivir con el hombre, para “ver si se acoplaban” a la vida en común, y si no, cada quien por su lado como si nada hubiera pasado.
Llevaban dos semanas de vivir juntos; el joven la esperaba sentado en el único sillón que tenían en el departamento, iban a ir al cine. Desesperado, no dejaba de ver la hora en su celular. “¡Apúrate o no vamos a llegar a la función!”, le había gritado en tres ocasiones.
La chica salió de la recámara orgullosa de su indumentaria: una blusa rosa, sin mangas y una minifalda color “chedrón”. Las zapatillas la hacían ver muy alta.
-¿A poco piensas salir a la calle con esa faldita? –preguntó el muchacho sorprendido y molesto.
-¿Qué tiene de malo? Si ya me la he puesto varias veces –respondió la mujer.
-Pues no me había dado cuenta, pero ¡así no sales! O ¿quieres que todos los hombres volteen a verte? Voy a salir con mi pareja no con una…
-Pero… -trató de intervenir la muchacha.
-No hay pero que valga o ¡qué no entiendes! ¡Ve a cambiarte! –ordenó, enfurecido, el hombre.
Sin saber cómo reaccionar, la joven regresó a la recámara para cambiarse, alcanzando a escuchar que el muchacho le gritaba:
-¡Y ya ni te cambies porque no vamos a salir! ¡Ya es muy tarde!
Sorprendida, la chica se desplomó sobre la cama y rompió en llanto. A los pocos minutos, la puerta de la recámara se abrió y se asomó el hombre.
-Voy a dar la vuelta con mis amigos. No me esperes porque no sé a qué horas regrese… A propósito, a ver si le vas bajando un poquito a la forma en que te maquillas. Cada vez te pones más pintura que ya pareces payaso –sentenció el muchacho y dio un portazo.
Ésa fue la primera contrariedad entre la pareja.
Después, como un torrente incontenible, las diferencias y agresiones fueron lo común en la relación. Todo le molestaba al hombre, que si la comida estaba fría, que si estaba caliente, que no encontraba su celular, etcétera, etcétera. La cereza del pastel fue que le prohibió a la chica salir con sus amigas. “No tienes por qué andar con esas zorras que lo único que buscan es quién se las coja. ¡Te prohíbo que las vuelvas a ver”, ordenó el individuo.
*** *** ***
-¿Qué le pasó a mi playera favorita? ¿De qué son estas manchas? –preguntaba encolerizado el hombre.
-Es que cambié de jabón y no sabía que éste está más concentrado y manchó toda la ropa, no sólo la tuya –explicó, nerviosamente, la chica.
-¿Qué ni eso puedes hacer bien, pendeja? –respondió el joven, tomando a la mujer por el cuello.
-¡Me estás lastimando!… ¡Suéltame! –suplicó la mujer.
Aprovechando que el hombre aflojó las manos, se zafó. Una vez libre, la muchacha intentó correr, pero el hombre la jaló de los cabellos y la derribó de espaldas. Rápidamente, el sujeto se inclinó y con la mano izquierda tomó a la chica de la blusa.
-¿A dónde ibas cabrona? ¿Qué nunca vas a aprender? ¡Cuando yo hablo me tienes que escuchar, y de frente, hija de tu chingada madre!
Y antes de que la chica pudiera contestar, el sujeto, fuera de sí, con los ojos que parecían salirse de sus órbitas, flexionó el brazo derecho, cerró el puño y con toda su fuerza lo catapultó hasta estrellarlo en el rostro de ella. El impacto brutal hizo que la cabeza de la mujer se cimbrara hacia adelante y atrás.
Al ver la gran cantidad de sangre que manchaba el rostro de la chica, el hombre la soltó. Con dificultad, ella se arrastró para alejarse del agresor, hasta que la pared la detuvo. El muchacho se le acercó y comenzó a acariciarle el cabello, mientras ella apenas musitaba “Ya no, por favor… ya no”.
-Ves chiquita, por eso te digo que no me hagas enojar, pero no entiendes. ¿Me perdonas, mi amor? –preguntó el hombre, con una voz que era, a la vez, súplica y orden.
La mujer se concretó a verlo temerosa y, como única respuesta, apenas movió la cabeza afirmativamente. El joven esbozó una sonrisa, difícilmente perceptible.
El desenlace estaba cerca.