Debajo del puente vial, sentados en piedras, alrededor de una improvisada hornilla, los cinco hombres no quitaban la vista del “comal”, la tapa de un tambo, donde freían algunos bisteces; los habían comprado con las propinas recibidas por lavar los parabrisas de los automóviles que circulaban en las congestionadas avenidas. Sobre una piedra esperaba un paquete con tortillas, envuelto en un trozo de papel de estraza, y en un reciclado recipiente, gruesamente picados, algunos jitomates, cebolla, chiles y un poco de cilantro, formaban un “pico de gallo”.
El olor que impregnaba el aire, estimulaba el apetito de los reunidos.
-¡Chale, ya tengo un chingo de hambre! –expresó uno de los hombres.
-¡Iguanas ranas! Ya hay que darle piso–respondió otro.
-Se ve que la carne está bien rica –terció uno más.
-Con los varos que reunimos, nos alcanzó hasta pa’l chesco –dijo el cuarto.
-Mejor nos hubiéramos comprado un cuartito, ¿no creen carnalitos? –volvió a intervenir el segundo.
Sólo el quinto hombre permanecía en silencio, sin dejar de ver cómo se doraba la carne; semejaba un cazador que se prepara para atacar a la desprevenida presa. Nadie sabía cómo se llamaba, ni de dónde venía, un día apareció y, sin pedir permiso, se integró al grupo. Como nunca hablaba lo apodaron “El Muerto”, además, su fisonomía era cadavérica, por lo que el apodo le quedó “como anillo al dedo”. Su dura mirada impresionaba y nadie se atrevía a contrariarlo; si él no hablaba, pues tampoco le dirigían la palabra, así se llevaba la fiesta en paz.
A los pocos minutos, la carne y los dos kilos de tortillas habían desaparecido; sólo en el rudimentario comal, el fuego aumentaba la negra costra con la grasa que se quemaba.
El eructo de uno de los hombres interrumpió el silencio, que sólo era acompañado por el ruido de los automotores que luchaban por avanzar unos metros sobre la cinta asfáltica.
-¡Ya descansó el animal! –expresó uno de ellos, al escuchar la salida de aire del compañero.
Una vez consumidos los alimentos e intercambiado algunas bromas, los cinco hombres se reintegraron a su actividad: lavar parabrisas. Con su vestimenta oscura, cada vez más negra por el hollín que desprendían de los vidrios y que limpiaban en sus ropas, avanzaban con rapidez entre las filas de automóviles que esperaban el “siga”, semejando una bandada de cuervos, y ante la presencia de algún conductor desprevenido, lanzaban el chorro de agua y detergente contra el parabrisas, antes que se escuchara un “¡No!”.
“El Muerto” provenía de “Barrio Alto”, el asentamiento irregular más pobre y con el más alto índice de delincuencia de la ciudad. Respondía al nombre de Arnulfo. Su madre había muerto al dar a luz, en la vía pública, al sexto de sus hijos; la falta de atención oportuna y su exigua salud, originaron el deceso. Ante la dramática situación, el padre, peón de albañilería, puso un ultimátum a sus tres hijos mayores: traían diariamente algo de dinero para el sostenimiento de la casa o “la puerta está muy ancha”.
Arnulfo, de trece años, era el mayor de los seis hermanos; le seguían María del Rocío, de doce; José Luis (llevaba el nombre del padre), de 10; Ernesto Aldair, de ocho; Norma Patricia, de cuatro; y la recién nacida, que murió a los pocos días de llegar a este mundo, por problemas respiratorios, sin ser bautizada. Arnulfo nunca supo si le pusieron algún nombre para cubrir los requisitos del sepelio, por lo que sólo la conocían como la “hermanita difuntita”.
El padre llegaba todos los días alcoholizado y la zozobra era ¿a quién le pegará hoy? Los problemas y gritos eran la tónica diaria. Tras volcar sus frustraciones contra los niños, el hombre, entre el llanto y las incoherencias, no dejaba de llamar a la esposa muerta.
-¡Crees que con esta miseria alcanza para que tragues, güevón –le decía el padre a Arnulfo, arrojándole a la cara las monedas que había recibido por hacer mandados a los vecinos; para no faltarle el respeto al señor, el muchacho se acostó en su colchoneta, llorando de coraje.
-¿Qué quiere que haga, si le di todo lo que junté? –decía entre dientes, apretando los puños.
Finalmente, con la ira y el odio que se iban acumulando día tras día, Arnulfo decidió irse de la casa, antes de estallar y ofender a su padre.
-Nos vemos Paty, no sabes cuánto te voy a extrañar, pero es mejor así –decía Arnulfo a la niña, abrazándola con todas sus fuerzas. La pequeña, sin entender lo que pasaba, sólo lo veía- Neto, hermanito, algún día voy a regresar por ustedes dos y por el Güicho, cuando tenga una casota donde podamos vivir muy felices. No se me olvida la Rocío, pero ella cualquier día se va con algún fulano, pues, aunque apenas tiene doce años, ya parece una señorita… Si mi papá les pregunta por mí, no le digan nada –y secándose las lágrimas, Arnulfo salió la vivienda.
A partir de ese momento, la calle fue su casa y podría pensarse que la gente con la que convivía, su familia; pero no, para el muchacho su familia había quedado atrás, en aquella miserable casucha donde hubiera deseado vivir tranquilamente. ¿Para qué dejarse conocer por los recién encontrados, si éstos podrían lastimarlo, usarlo? Mejor guardar silencio, su pasado y sus sentimientos eran sólo de él.
Para ganarse el sustento cotidiano, el muchacho se integró a las actividades que hacían los demás: vender dulces en los cruceros viales, realizar malabarismos, pero, principalmente, limpiar los parabrisas de los automóviles.
Al término del día, Arnulfo se sentaba en el borde de un paso a desnivel, con los pies colgando en el vacío. En ese lugar veía llegar la noche, sumido en sus recuerdos y en sus anhelos. “Veía sin ver” el interminable fluir de vehículos, el desfile sin fin de foquitos rojos, que semejaban las series con que se adornaban las calles principales de la ciudad, en vísperas de las fiestas decembrinas. Ya no lloraba, no debía llorar porque “con lágrimas no consigo nada”, se repetía cada vez que la tristeza lo rebasaba y cuando se daba cuenta que la promesa hecha a sus hermanitos estaba cada día más lejos de cumplirla.
-¡Tan fácil que sería terminar todo! –se decía el joven viendo fluir el río mecánico, a sus pies.
-¡Órale carnalito, llégale! –le dijo uno de los “cinco”, cuando se sentó junto al muchacho. Arnulfo movió negativamente la cabeza- Órale, verás que con esto todo se te olvida y hasta verás a Diosito. ¡Ándale! –apremió al tiempo que le ofrecía una “mona”.
Ante la insistencia, el muchacho iba a tomar lo ofrecido, pero a su recuerdo acudieron los ojos muy abiertos de su hermanita Paty, cuando la vio por última vez.
-No, ya sabes que yo no le hago a eso –dijo Arnulfo, sorprendiendo a su compañero.
-¡Órale, si sabes hablar, carnal! Creíamos que eras mudo… Llégale, todos los que vivimos en la calle no tenemos otra salida, más que olvidar –al notar que Arnulfo dudaba, el joven prosiguió- ¿Qué? ¿Crees que vas a lograr tus sueños? Estás pendejo, carnalito. Todo lo que esperas, no lo vas a tener. Ni lo sueñes, nacimos en el hoyo y en el hoyo nos vamos a morir. Esta vida es una mierda y vale pura verga. Lo único que importa es lo que tenemos, y sólo es esto –y volvió a ofrecerle el pedazo de estopa mojado con thinner– ¡Órale, verás que todos tus problemas desaparecen!
La nerviosa mano de Arnulfo se asió a la única alternativa que tenía frente a sí, la otra era realizar sus pensamientos: lanzarse al vacío para ser arrollado por los automóviles.
-No te hagas que no sabes cómo; póntela en la nariz y respira juerte –le dijo su acompañante.
El vapor del solvente lastimaba la nariz del muchacho, pero volvió a aspirar con más fuerza. Las lágrimas afloraron en sus ojos.
-¿No me digas que estás llorando, pinche putito? –preguntó el otro muchacho.
-No, lo que pasa es que el solvente me irritó los ojos –y volvió a aspirar una y otra vez el solvente. Estaba solo en el mundo y había que tragarse la parte de la vida que le había tocado en suerte.