Apenas rayaba los cinco años de edad, cuando Adrián, escondido tras la puerta de la sala de la casa familiar, veía extasiado una escena de la película que su hermano había puesto en el VHS.

-¡Vete a acostar! Esta película no la puedes ver tú –le había dicho su hermano, “El Puberto” como le decían sus amigos adolescentes.

Sin embargo, la atracción de lo que veía en la pantalla del televisor era mayor que la orden recibida: “La Manuela”, protagonista de la cinta, danzaba rítmica y cadenciosamente en medio de un grupo de hombres ebrios que le lanzaban palabras procaces, en el ambiente sórdido de un burdel pueblerino.

La escena quedó grabada en su mente infantil y lo acompañaría por el resto de sus días:

El travesti, “La Manuela”, ejercía sobre él un magnetismo especial, y siempre que lo evocaba, aparecía enfundado en aquel vestido entallado, de tela color rojo con bolitas blancas (“de española”, como decía la gente), que acentuaba su delgado cuerpo, mientras movía las manos y pies, al compás de esa melodía que para él resultaba tan familiar, pero de la que desconocía el nombre.

Cada vez que Adrián estaba en la intimidad con una mujer, ya fuera la novia del momento o la pareja incidental, ese ser andrógino y afectado se erguía sobre de ellos, como la persona que se añora y desea, aunque se tuviera la certeza de que nunca estaría a su alcance.

La primera imagen vista en la pantalla siempre estaba presente, aún en la soledad del cuarto o cuando estaba acompañado, propiciando que el muchacho volviera a sentir aquel escalofrío que recorría todo su cuerpo, hasta llegar a su bajo vientre.