El Sol caía a plomo sobre Esteban. Casi era mediodía y araba la tierra que su padre le había heredado. Cuando su “viejo” sintió que el “alma se le escapaba del cuerpo”, mandó reunir a sus nueve hijos, todos hombres, para decirles qué dejaba a cada uno y así evitar problemas futuros. A Esteban le dejó cinco hectáreas; estaban cerca del cerro de “Los Huizaches”, era un terreno pedregoso. “Qué bueno que le dio a Esteban esas tierras porque él, como es el más chico, está muy joven todavía y con juerzas suficientes para limpiar ese campo”, escuchó que uno de sus hermanos, no se acordaba quién y no se esforzaba en recordar, ¿para qué buscarse problemas?, pensaba el hombre.
Ya habían transcurrido quince años desde la muerte de su padre y Esteban ya había formado una familia. Su esposa, Zenaida, era una buena mujer y le había dado un “crío”, Bulmaro, que tenía ocho años.
Durante ese tiempo, había trabajado mucho para, año tras año, ir despedregando su parcela. Su esfuerzo ya rendía frutos: cuando cosechaba, además de pagar sus deudas, le alcanzaba para dar pequeños “gustos” a su familia.
-¡Apá!… ¡Dice mi amá que ya está el almuerzo! ¡Que te vayas pa’la casa!
Esteban soltó la “mancera” del arado, entrecerró los ojos y, a lo lejos, distinguió la figura de su hijo que le gritaba. Agitó la mano, en señal de que había escuchado y sonrió, aunque sabía que el pequeño no alcanzaría a ver su respuesta amorosa.
Se quitó el sombrero, sacó su paliacate y se secó la frente. Levantó la vista y pudo ver que muy alto volaban, en círculos, tres zopilotes. Era una escena ya no muy frecuente en esa región.
-Han de haber devisado algún animal muerto; ¡pobres animales ellos ya tampoco tienen qué comer! –pensó Esteban.
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-¿Cómo estás vieja? –dijo Esteban a su esposa, al entrar en la casa; que era de tabique con techo de concreto y no como el jacal donde él nació y creció.
Le dio un beso en la frente a su mujer y se dirigió al corral. Tomó una palangana para sacar agua de la pileta que había construido junto al lavadero. La frescura del agua lo reanimó cuando la dejó caer sobre su cabeza y cuello. Se lavó las manos y regresó a la cocina.
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-¡Apá! ¡Viene mucha gente! ¡Ven a ver! –exclamó el niño, entrando presuroso en la casa.
Esteban y Zenaida salieron y se encontraron con un espectáculo impresionante: miles y miles de hombres a pie, los menos a caballo, armados con rifles, escopetas, machetes, palos, se dirigían hacia ellos. Al frente venía un hombre vestido de negro, con un ajustado pantalón de casimir, con botonadura de plata, y chaqueta del mismo color; el cuello estaba protegido por un gasné, y sus zapatos, de una sola pieza, presentaban unas espuelas amozoqueñas; de su cintura pendía una pistola; montaba su caballo As de Oros, regalo del hombre con el que se entrevistaría. Era escoltado por cuatro jinetes; por más que Esteban se esforzaba, no lograba verles la cara, el ala del sombrero de esos personajes, ensombrecía totalmente sus rostros, sólo se veían unas chispas de luz donde deberían estar los ojos.
La penetrante mirada del recién llegado se clavó en Esteban, quien apenas se atrevió a musitar “¡Mi General!”. El hombre, con mucha seguridad, se apeó de la montura, con los dedos pulgar e índice se alisó el largo y tupido bigote negro. Sus ojos brillaban como dos trozos de obsidiana cuando es tocada por los rayos de Sol. Zenaida permanecía impávida ante lo que veía.
-¡Buenos días! –dijo el hombre, con voz metálica y estruendosa como un rayo- Mi tropa viene muy cansada, hemos recorrido miles de kilómetros, y necesita un poco de descanso. Ya sé que ustedes apenas tienen lo mínimo para comer, pero con que nos den qué tomar, nos damos por bien servidos.
Esteban no daba crédito a lo que veía y escuchaba, ante él se encontraba el hombre que más admiraba, “El General”.
-Como usted dice, comida no tenemos, pero agua, ai’stá el pozo. ¿Y a dónde se dirigen? –se atrevió a preguntar Esteban.
-Vamos a la Hacienda de Chinameca. Voy a reunirme con Jesús Guajardo, me ha propuesto que me una a él, pues se ha distanciado del Jefe Máximo, y lo vamos a discutir –contestó El General.
-¿A Chinameca? No, por favor… no… no…
-¡Esteban despierta! ¿Qué te pasa? –inquirió Zenaida, moviendo violentamente a Esteban.
-¿Y El General? ¿Dónde está? Tengo que advertirle… -dijo Esteban muy inquieto.
-¡Qué General ni que nada! Estamos en 1963 y los generales sólo están en los cuarteles. Te quedaste dormido después de comer y creo que tenías una pesadilla. Ten tu ropa para que te cambies, tus amigos ya deben estar esperándote en la plaza del pueblo para jugar billar. ¡Ándale, apúrate! –dijo Zenaida.
Esteban se incorporó del sillón y, durante algunos minutos, permaneció sentado, tratando de entender lo que ocurría; pero sólo, entre brumas, recordaba las huestes famélicas que seguían a El General, tras años de comer polvo, con los rostros descarnados y las cuencas oculares vacías al no encontrar un futuro promisorio. Por más que se esforzaba, no lograba ver los semblantes de los cuatro guardias, que arriba de unas cadavéricas monturas, no se le despegaban. Ya no quiso seguir intentando recordar su recurrente sueño, mejor comenzó a cambiarse de ropa, sus amigos lo esperaban para una buena partida de billar y con los chismes más recientes del pueblo.