Era verano y su piel y mi piel se volvían a encontrar en una habitación del hotel de costumbre; es más, no sé por qué pero casi siempre nos asignaban el mismo cuarto, el 205, al término del pasillo del segundo piso. Eso no nos importaba, no íbamos a desperdiciar el limitado tiempo con que contábamos, en minucias. Era una habitación muy apartada, pero nos gustaba porque así podíamos dar rienda suelta a nuestras expresiones de placer, sin miramientos; cuando menos eso creíamos.
Nos conocimos en la oficina. Cuando mi secretaria tuvo licencia por gravidez, solicité al departamento de personal me enviaran a alguien que me apoyara. Así llegó él. Era un joven de veinticinco años, alto, muy moreno (mulato, dirían las mentes coloniales y clasistas), con un esbelto cuerpo, pero bien marcado, en particular las nalgas; su sonrisa franca permitía admirar una blanca dentadura, casi perfecta; sus oscuros ojos estaban rodeados por unas pestañas largas y chinas; en esa época llevaba el pelo muy corto. De esto hace cinco años.
El día que llegó se estableció el vínculo, la química, dirían los fisiólogos. Le estaba dictando un oficio cuando, no recuerdo el motivo, me distraje. Me incliné para ver lo que el muchacho había escrito en la computadora, a fin de retomar la idea, y me apoyé un su hombro. Al momento sentí vibrar su cuerpo y él, al percatarse que me había dado cuenta bajó la cabeza, sonrojado. Sólo acerté a expresar un “perdón” e intente recobrar la ecuanimidad, pues el contacto con aquel cuerpo joven, también me había desequilibrado.
Durante los siguientes días, ambos evitamos la cercanía; cuando él necesitaba hacerme alguna consulta de trabajo, sólo se asomaba a la puerta de mi oficina. Yo evadía cualquier pregunta; hasta que un día que el muchacho entró a dejarme un paquete de documentos para que los revisara y firmara, encontré entre ellos un pedazo de papel donde, con fina caligrafía, estaba escrito: “Invítame a tomar un café, no te arrepentirás. Manu”.
Siempre he creído que la vida no te brinda la misma oportunidad dos veces. Lo que el común de la gente dice es mentira: si es que se presenta otra ocasión, ésta será distinta, no es la misma. Además, lo confieso, yo también esperaba este momento, así que aproveché la oportunidad.
En ese entonces yo llevaba diez años de casado, tenía cuarenta años y no tenía hijos, soy estéril. Al principio, el problema desequilibró mi matrimonio, pero después mi esposa y yo aceptamos esa realidad; no obstante la relación comenzó a enfriarse; a pesar de ello yo le era fiel.
*** *** ***
Después del cafecito, ya en el estacionamiento, le dije al muchacho:
-¿Quieres que te dé un aventón? ¿Para dónde vas?
-¿Qué ya te vas? –respondió haciendo una mueca de tristeza.
-Acuérdate que estoy casado y mi esposa me espera; además, no acostumbro llegar tarde a mi casa.
-Vamos a caminar un poco y sirve que seguimos platicando, porfis ¿sí? –suplicó Manuel.
-Está bien, pero sólo un rato.
Extremando la lentitud del paso, el joven y yo caminábamos entre risas y comentarios.
-¿Me puedes conceder un deseo? –preguntó el muchacho.
-Depende… -respondí.
-¡Ándale, no seas malito! Para que este día resulte inolvidable.
-Está bien ¿qué quieres?
-¿Vamos a ese hotel? –solicitó el joven.
-¿Hotel?… ¿Cuál hotel? –pregunté.
-¡Ése, mira!… Detrás de esos edificios se ve el letrero.
-¡Qué ojos tienes!
-Cuando algo me interesa, veo tooodo. ¿Vamos? ¿Sí?
No me hice del rogar. Al cerrar la puerta, nos empezamos a desnudar. Ante mí tenía ese cuerpo joven y fuerte, sin llegar a la exageración. Un hirsuto vello cubría cada palmo de su piel. No me había equivocado, era como lo había imaginado.
Manuel revisaba y admiraba su cuerpo frente al espejo del cuarto, cuando, lentamente, me le acerqué por la espalda y lo abracé. Se estremeció al percibir mi respiración en su nuca. Al sentir la tibieza y tersura de su piel suave ya nada más importó para mí. Sus redondas y duras nalgas comenzaron a restregarse contra mis genitales, exacerbando mis deseos. Lo que siguió después es indescriptible. Si el paraíso existe, ese día Manuel y yo llegamos a él. Su fogosidad juvenil no tenía límites, me elevó al Edén una y otra vez.
A partir de ese día, ya no pude vivir sin él.
No había semana que no tuviéramos o buscáramos el momento para estar en la habitación 205. Apenas rebasábamos la puerta del elevador, cuando un beso profundo, una mano curiosa que se perdía en mi entrepierna, cualquier detalle espontáneo, anticipaba lo que nos esperaba en “nuestro rincón”. Los límites desaparecieron para mí. A veces él me daba y yo recibía, y otras cambiábamos los papeles. Cuando el amor y la pasión son sinceros, los prejuicios sociales, aprendidos desde que somos niños, deben tirarse al retrete. Al cerrarse la puerta del hotel, sólo importaba lo que nuestros cuerpos deseaban y los dos aceptábamos.
Hasta el malhadado día, tras cinco años de intenso amor, en que Manuel, después de compartirnos por enésima ocasión, me anunció que se iba.
-No te quiero dejar, pero tú mismo me has dicho que las oportunidades sólo se presentan una sola vez, y bien sabes que el ofrecimiento que me ha hecho el gerente de la empresa no se puede despreciar. Además, la ciudad donde me ofrecen ir a dirigir la nueva sucursal no queda lejos; tú puedes ir a verme o yo venir. Por favor compréndeme, chiquito.
¿Qué podría decir? Nunca lo había obligado a algo y no iba a empezar ahora.
Sin saber qué responder, me levanté de la cama y me acerqué a la ventana. La temperatura había bajado y mi piel lo sintió; tomé mi camisa que estaba en el respaldo del sillón y, sin abotonarla, me la puse. Regresé a la ventana; nuevamente era verano y las gotas de la lluvia golpeaban rítmicamente los vidrios; me asomé y, desde el segundo piso, vi como las personas apresuraban el paso para no mojarse tanto; no faltaba algún automovilista, que pasando a toda velocidad, “bañaba” a algún transeúnte despistado. Respiré profundamente porque el aire no entraba con libertad en mis pulmones. De pronto, sentí una drástica opresión en el pecho, como si una coraza de tormento fuera constriñendo mi cuerpo y repercutiendo la molestia por todo mi cuello hasta llegar a la mandíbula; al mismo tiempo empecé a sudar de manera abundante y tuve ganas de vomitar. No sentía mi brazo izquierdo. Una ansiedad extrema se apoderaba de mi mente y creo que perdí el conocimiento, con certeza lo desconozco porque no recuerdo nada más.
Y ahora estoy aquí. Supongo que en la cama de un hospital porque las voces que he escuchado sólo hablan de enfermedades… de problemas médicos. Debo estar en la sala de urgencias o en algún sitio de acceso restringido, pues únicamente, durante unos momentos, muy pocos, he escuchado la voz de mi esposa. Le he querido hablar, preguntarle qué me pasa, sin embargo mis labios no se abren, de mi boca no sale palabra alguna; tengo la garganta reseca ¿Alguien puede darme un poco de agua? ¿Pero cómo la pido?… Además, por más intentos que hago tampoco logró abrir los ojos, ni mover mi cuerpo… ¿Dios mío qué me está pasando?… Necesito hablar y ver, pero no puedo; sólo mis oídos me responden… Creo haber escuchado decir a mi mujer que sabía todo.
-Amor mío no te preocupes, descansa. Desde el principio supe que tenías otra relación. Sí, sabía que era con otro hombre. Más aún, a partir de que empezamos a ser novios me percaté que te atraían las mujeres y los hombres, pero así te acepté. Cuando convives con una persona, como hemos convivido tú y yo, durante tantos años, aprendes a ver cualquier cambio y sobre todo si amas a esa persona. Y yo te sigo amando, por eso te perdono, porque te comprendo. No te guardo rencor, antes bien te agradezco todos los años que me diste, con sus altibajos, por supuesto, porque la vida es así. Descansa, tienes que recuperarte para que sigamos compartiendo muchos años más.
Por eso estoy desesperado, necesito hablar con ella, explicarle todo, pero no logro hablar. Decirle que no logro explicarme cómo, mas los amo a los dos. Lo que no tengo de una, me lo brinda el otro. ¡Escúchame amor de mi vida!
La última ocasión que mi mujer estuvo aquí, escuche que una voz masculina, probablemente de un médico, le dijo que sólo era cuestión de esperar, que yo no tenía esperanzas de sobrevivir: el infarto que sufrí me tenía en estado de coma y el desenlace estaba próximo. Cuando mi esposa escuchó esto me tenía agarrado de la mano, no sé cómo pero logré oprimirle un poco. “¡Doctor, mi esposo me apretó la mano!”, escuché que dijo; “No señora, esos son movimientos reflejos involuntarios, le reitero que su esposo ya está terminando. Si usted es creyente, mejor récele a Dios para que ya le dé su descanso”, fue la respuesta del médico… Pero no, ¡yo estoy vivo y quiero seguir viviendo!… Es verano, deseo volver a recorrer las calles sintiendo cómo la lluvia moja mi rostro y refresca mi cuerpo; quitarme los zapatos y brincar en los charcos, como cuando era niño; llegar a la habitación 205, despojarme de mi ropa mojada y refugiarme en los brazos de mi amado… Ver los atardeceres junto a él y ella, junto a los dos, y reinventar la vida, esta triste vida que nos limita y castra. Quiero ser libre como el aire, ese aire que poco a poco se va negando entrar en mis pulmones. ¡Todavía tengo mucho que vivir! ¿Será posible?… ¡Qué alguien me ayude, por favor!… ¡No me dejen solo!…