Subiendo los escalones de dos en dos, sorteando las personas que como él salían de la estación “Héroes del 47” del Metro, Demetrio regresaba después de un arduo día de trabajo. Con sus veintidós años y en plena etapa de vigor físico, trabajaba de albañil, desde hace tres años; no obstante, lo pesado de la obra lo agobia. “Ni que fuera burro para no cansarme”, ha dicho a sus amigos cuando le preguntan sobre su empleo.
Al igual que su padre, quiso dedicarse a esa labor; en la escuela se aburría y en su casa no había lo suficiente. Él quería comprarse la ropa que estaba de moda y ni modo que sus padres se la dieran, así que no le quedó otra salida más que trabajar.
Una vez fuera de la estación, la circulación se complicaba debido a la infinidad de puestos de todo tipo de artículos (fritangas, que eran la mayoría, dulces, fayuca, ropa “de marca”, etcétera) y la gente que se aglomeraba frente a ellos, consumiendo lo que ofrecían. “¡Pásele amigo, tenemos perfume Paco Rabán… Yombina!”, “¡Acá están sus ricos tacos de cabeza de carnero, pásele, pásele que se acaban!”, “¿Qué vas a querer güerito? ¿Una camisa Calvin Klein?”, “¡Ricos tacos de carnitas estilo Michoacán! ¿Cuántos te sirvo, amigo?”, “¡Fíjese por dónde pisa, casi se sube en mi mercancía, pendejo!”. No faltaban los famélicos perros que, con ojos suplicantes, no perdían de vista a los comedores de tacos, en espera de que un pedazo de comida cayera de sus bocas (“Del plato a la boca…”), ni la indigente que, sentada en el suelo y con un niño en brazos (¡siempre dormido!), extendía una mano, esperando una moneda, mientras que con la otra sostenía un ajado pedazo de papel que simulaba ser una receta. Ésa era la escenografía donde transcurría el deambular de Demetrio, cuando salía del Metro, entre fritangas, charcos malolientes, basura, mugre y miseria.
Después de cruzar una parte de ese zoco árabe, llegaba a la fila de los microbuses que lo llevarían a su “pueblo”; “pueblo”, porque aunque el asentamiento ya pertenecía a la zona conurbada, sus habitantes se aferraban a sus tradiciones y costumbres, “que nos dejaron la gente de antes”. San Lorenzo Acatzingo, es el nombre del lugar.
-¡Ni modo! A echarme otra media hora formado, en lo que me toca subirme al microbús –se decía el joven, encogiéndose de hombros- … ¡Hey niño dame unos cacahuates japoneses! Aunque sea para mover la quijada en lo que espero –le dijo a un menor que pasaba llevando una bolsa de papel que contenía bolsitas de cacahuates Oyuki.
Para qué enojarse, de todos modos siempre llegaba a su casa después de las nueve de la noche.
*** *** ***
-¡Ya llegué Jefa! –dijo Demetrio al entrar en su domicilio.
-¡Qué bueno! ¿Cómo te fue m’ijo? –preguntó doña Gumersinda a su hijo.
-Más o menos. El maistro ya me trae entre ceja y oreja; se pasa de lanza, todo porque a veces lo corrijo en lo que ordena.
-¡Ay m’ijo, no te habías de complicar la vida! Mejor cierra la boca: nada más ve y calla.
-No puedo, Jefa, ¿Yo no sé cómo llegó a ser maistro? Por eso luego se cain las casas. Bueno, voy a darme un baño para ver si descanso un poquito–concluyó el muchacho.
-Sobre tu cama está tu ropa; te dejé tu playera preferida, la de Yu tu o como se diga. Tu tualla está en tendedero del patio, te la lavé porque ya estaba muy sucia.
-Gracias Jefa.
Su padre, don Luciano, había fallecido dos años atrás. Sólo vivían en la casa, Demetrio y su madre.
*** *** ***
-¿Qué pasó mi buen? Creíamos que estabas con tu morra.
Le dijeron sus amigos, cuando Demetrio llegó a la esquina donde se reunían casi todas las noches.
-Pfff… te echaste todo el frasco de loción. Nos vas a mariar –le dijo uno de los jóvenes reunidos.
-¡Ohhh… es mejor oler a loción que a siete machos, como tú comprenderás!
-¿Y qué milanesas que te dejas vicentear? –preguntó otro de los muchachos.
-Yo sí trabajo, no soy como molkas –respondió Demetrio, señalando con la mirada a uno de sus amigos.
-¿Qué no vas a ir con tu vieja? –terció otro joven.
–Nel, no está. Se fue con su mamá al pueblo.
-¿Y para cuándo es el bodorrio? Ya queremos cortar una flor de tu jardín. Y ya la gente habla…
–Nel, Está verde. Con lo que gano en la obra, no me da.
-Pues arrejúntate como yo.
–Nel, mi Jefa no lo va a permitir; dice que en su familia nunca ha habido un amancebado.
Después de dos horas de pasarla con los cuates, hablando y cotorreando de todo y de nada, Demetrio regresaba a su casa. Con las manos en los bolsillos y la gorra oscureciendo su rostro, cavilaba sobre su probable futuro.
-Si superan que ya se me queman las habas por vivir con la Lupe, namás la veo y… pero con qué la mantengo, si con lo que gano apenas vivimos mi Jefa y yo; además, mi pior es nada no va a querer que nos llevemos a vivir con nosotros a mi madre; se ve que no la traga… En fin, para qué me preocupo antes, mejor me apuro que ya me agarró el sueño.
Y el muchacho se perdió entre las oscuras calles de San Lorenzo Acatzingo. Tenía que dormir un poco, ya que al día siguiente había que seguir camellando, como decía él.