“¡Cuete!… ¡Cuete!”. Escuchar esos gritos era la señal para que la población de San Andrés de los Naranjos corriera a refugiarse, ya que, al poco tiempo, la dinamita haría volar pedruscos sobre sus cabezas. Efectivamente, el poblado se ubicaba en una cañada, bordeada por una serie de cerros, donde sobresalía el “Cerro del Aparecido”, del cual se extraía cobre, en una mina a cielo abierto, desde hacía muchísimos años.
Cuando se descubrió el mineral, se les ofreció a los pobladores reubicarlos, pero no aceptaron. “Uno debe morir donde nació”, dijeron los más ancianos, “aquí tenemos nuestro origen, nuestra historia y aquí reposan nuestros antepasados ¿cómo vamos a abandonarlos?”. La compañía minera, entonces, determinó apoyarlos para que sus tejados no se rompieran por el impacto de los proyectiles que lanzaban las explosiones; algunas personas aceptaron, otras no y optaron por cubrir sus techos con ramas. No obstante, con regularidad, las tejas que se rompían eran repuestas con el único alfarero que existía en el pueblo vecino de Santo Tomás de los Laureles. La única producción del artesano era hacer tejas, la elaboración de cazuelas y ollas había pasado a ser sólo un recuerdo.
–Ma ¿cuándo yo crezca voy a trabajar en la mina? –preguntaba Juanito, un niño de diez años a su mamá.
-Dios mediante, sí hijito. Tu abuelo, tu padre y ahora tu hermano Toño, han trabajado en la mina. Es la única forma que tenemos para sobrevivir; las pocas tierras que tenemos, hace mucho que dejaron de producir y nuestra única salida es la mina –respondió María a su pequeño.
La mujer se había casado, veintidós años atrás, con Donaciano, con quien tuvo tres hijos: Antonio, el motivo que tuvieron para casarse; doce años después nació Juan; y tres años más tarde, Lupita. El esposo había muerto hacía cinco años, víctima de una enfermedad pulmonar, la familia nunca supo, con certeza, cuál había sido.
-¡Ya regresé jefa! –dijo Toño al entrar en su casa- ¡Hola Juanito!
Los rostros de la mujer y del niño se iluminaron cuando vieron entrar al muchacho.
-¡Qué bueno hijo! Ya casi está lista la comida –continuó María.
-Toño ¿ahora sí vamos a jugar futbol? –preguntó el niño al recién llegado.
-Juanito, tu hermano viene muy cansado, no lo molestes –intervino la madre.
-Déjelo amá, yo se lo prometí ayer… Después de comer, nos echamos una platicadita, mientras se nos baja la comida y más tarde jugamos ¿sale? –propuso Toño a Juanito.
-¡Sale! –respondió el pequeño y ambos hermanos chocaron los puños, para sellar su tácito acuerdo.
Sudorosos, tras la “cascarita”, los dos hermanos acarrearon el agua, que su madre les había calentado en la hornilla, hasta el patio de la casa, tras una barda de piedra, donde, “a jicarazo”, se bañarían. La vida sencilla llenaba las expectativas familiares.
Una vez descansados, alrededor de la mesa de la cocina, se sentaban la madre y sus tres hijos para conversar y, más de alguna vez, para hacer planes; pero en, esta ocasión, “tocaba” que Toño les platicara un cuento. Así, Lupita y Juanito se habían enterado, en otra ocasión, temblando de miedo, de “La garra del mono”, o reído sin parar con las peripecias de “Bartolo” y “Gila”, personajes salidos de los relatos populares, que en labios de Toño se enfrentaban a nuevos y divertidos retos y aventuras. La imaginación del hijo mayor de María parecía no tener límite. El radio de baquelita que podría acompañar el tiempo previo a irse a la cama, se empolvaba sobre una mesita; sólo, de vez en cuando, Toño lo encendía para escuchar alguna canción del ritmo de moda que tanto le agradaba, el rock’n’roll.
Ocasionalmente, Toño visitaba a su novia, cuando la tarde caía o la noche recién se iniciaba; no la veía diario “para no cansarla, así, cuando nos vemos lo hacemos con gusto y no por costumbre”, pensaba el joven.
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27 de junio de 1960. Ese día marcaría drásticamente la vida de la familia de Juanito.
En la cocina, María se afanaba preparando una comida especial para Toño; el joven cumplía en esa fecha veintidós años y había que festejarlo con su comida preferida. En una esquina, para no estorbar, Juanito, muy atento la observaba e intercambiaba algunas palabras con su madre.
–Ma, cuando Toño se case con su novia ¿nos vamos a quedar solos? –preguntaba, inquieto, el pequeño.
-Es lo más seguro; los recién casados necesitan vivir solos para conocerse –respondió brevemente María.
-Pero yo no quiero que se vaya ¿con quién voy a jugar? ¿y quién nos va a contar los cuentos?
María se limitó a sonreír tristemente, porque en su interior sentía lo mismo que el niño. Al igual que Juanito, admiraba mucho a su hijo mayor y no quería pensar qué ocurriría cuando el muchacho decidiera casarse. De pronto, un fuerte estruendo cimbró la casa y el suelo.
-¡Dios mío!, ¿qué pasó? –sólo alcanzó a decir la mujer, y, sin pensarlo, salió al patio, junto con Juanito y Lupita.
La cima del “Cerro del Aparecido” se encontraba cubierta por una espesa nube, resultado de una explosión.
-¡Mi hijo!… –exclamó la mujer- ¡Juanito, cuida a tu hermana, ahorita regreso! –la mujer aún no terminaba la frase, cuando el niño salió corriendo de la casa- ¡Juanito! ¡Ven para’cá!
Tras tomar su rebozo, María, corriendo, remontó el camino que conducía a la mina, no sin antes recomendar a Lupita: “Enciérrate en la casa y no le abras a nadie”.
Sin embargo, antes de alcanzar el lugar, una camioneta cruzada a medio camino, impedía que varios vecinos, ya reunidos, continuaran avanzando. Al llegar, la mujer oyó todo tipo de comentarios y posibles explicaciones sobre lo ocurrido. Sólo días después se enteró de la “verdad” que se difundió: Antonio, su hijo, que era responsable de la bodega donde se almacenaban los explosivos, cometió un error que provocó la explosión. Resultado: cinco muertos, entre ellos él mismo, y varios heridos. “El mecate siempre se rompe por lo más delgado”, dice una conseja popular.
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Parado en el quicio de la puerta de su casa, Juanito veía la solitaria calle que subía a la mina. El insoportable calor hacía que no pasara ni un alma. Aunado a esto, el enrarecido aire dificultaba la respiración, por eso, la gente se resguardaba en sus casas. De repente un ligero viento formó un remolino con el polvo que cubría la pedregosa calle. El niño se restregó los ojos, que amenazaban con inundar su cara, no sabía si porque le había entrado una basurita o por el inmenso dolor que le estrujaba su pequeño corazón.