-¡Taxi!..
A la señal de la chica, el vehículo se detuvo. Presurosa, abrió la portezuela y lo abordó. Llovía “a cántaros” y literalmente estaba hecha una “sopa”.
-¿A dónde la llevo señorita? –preguntó el chofer, sin embargo no obtuvo respuesta- ¿A dónde la llevo? –reiteró.
-A dónde quiera, señor, pero, por favor, aléjeme de este lugar –dijo la mujer, quien no dejaba de sollozar- Sí, vaya a donde quiera,… después le digo qué camino tomar.
Continuó diciendo la mujer, intentando secarse el rostro con un pañuelo desechable.
Ya habían recorrido algunas calles, cuando el chofer quiso aligerar la tensión:
-¡Qué bueno que ya está dejando de llover!…
Pero la chica seguía sumida en su mutismo.
El taxista era un hombre de alrededor de cuarenta años. Su ensortijado cabello, algo crecido, le caía sobre la frente, la cual estaba surcada, de sien a sien, por una incipiente arruga. Sus ojos color miel, se obscurecían por unas largas pestañas y unas tupidas cejas negras, que hacían eco a un bigote bien cuidado. La nariz recta guiaba a una boca de tamaño regular, de labios carnosos. La mandíbula cuadrada se oscurecía por una barba no cortada durante algunos días, dándole tonos azulados. Su físico, debido al trabajo físico, era recio y musculoso, según se podía ver por la entallada camisa, de manga corta, que portaba.
Ya oscurecía, cuando el hombre insistió:
-¿Le puedo ayudar en algo, señorita? Estoy para servirle… Se ve que está pasado un momento muy difícil.
Como muestra de agradecimiento por la atención, la chica esbozó una triste sonrisa:
-Disculpe, no soy así, pero efectivamente pasé uno de los peores momentos de mi vida –dijo ella para justificarse.
-Pues le reitero que estoy para servirle –le dijo el hombre, sin dejar de verla fijamente a través del espejo retrovisor- Creo que debería cambiarse esa ropa o pescará un fuerte resfriado. Si me dice cuál es su dirección para llevarla…
-¡No, a mi casa no! Si mi familia me ve en este estado, no sabría cómo justificarme.
-Pues si quiere la llevo a un hotelito que está cerca de aquí, no es muy caro y está bien limpio. Allí la dejo, mientras su ropa se seca.
-Está bien –dijo lacónicamente la mujer, mientras su mirada se perdía en el infinito, hasta que el hombre la sacó de su ensimismamiento.
-Aquí es, señorita.
-¿Cuánto le debo? –preguntó la chica.
-Que sean cien pesos –respondió el chofer.
-Aquí tiene –dijo ella extrayendo un billete de su bolso.
Al recibir el pago, los dedos de ambos se rozaron provocando una sensación de necesidad y complicidad no explicitada. Sin decir palabra, el chofer, rápidamente, descendió del taxi, le abrió la portezuela a la mujer y ambos se dirigieron a la entrada del hotel. Una vez dentro, el hombre se apresuró para solicitar:
-Queremos una habitación.
Las recias manos del chofer giraron el picaporte, y de reojo la mujer advirtió el tupido vello que cubría sus desnudos brazos.
-Voy al baño, en lo que te quitas la ropa mojada. Allí, junto al tocador, hay una bata –dijo el hombre.
Después de varios minutos, salió el chofer, vistiendo igualmente una bata. Se dirigió a la mujer y se sentó junto a ella, en el borde de la cama. El silencio, más que incómodo, era cómplice.
Durante algunos instantes, que para el hombre fueron eternos ya que la conocida sensación en su entrepierna era evidente, estuvieron viéndose a los ojos. Las pupilas de los dos se dilataban para intentar atrapar el rostro del otro, como preámbulo de una entrega incondicional. Tras lo cual, él se puso de pie y con suavidad deshizo el lazo de su bata, dejándola caer al piso. Ante la chica se erguía el cuerpo desnudo de él. La piel apiñonada, estratégicamente estaba cubierta por un fino e hirsuto vello. Su pecho y hombros se ensanchaban por su acompasada y profunda respiración. La muchacha había pensado que era más alto, pero ahora desprovisto de toda vestimenta veía que su estatura era ligeramente inferior a la del promedio, siendo resaltada por lo recio y compacto de su cuerpo; los músculos, por la tensión de un encuentro deseado, se definían con claridad.
Se acercó a la mujer. Con delicadeza la tomó de la mano. Ella al sentir esa piel tibia, instintivamente se levantó, y él la tomó por la cintura, estrechándola contra su cuerpo. Sus rostros estaban tan cerca que ambos bebían de sus alientos, a través de sus bocas entreabiertas. En un escarceo juguetón, las puntas de sus lenguas empezaron a rozarse, hasta culminar en la entrega total de las cavidades orales, tibias y húmedas, acompañadas por delicados mordisqueos.
Sin que la chica se percatara, su bata cayó al suelo y así pudo sentir la piel febril del hombre, quien le besaba tiernamente el cuello, al tiempo que sus recias manos le recorrían las nalgas, explorando un territorio nuevo y por conquistar. Sus bocas ya eran insuficientes para disfrutarse uno al otro.
Sin separar sus cuerpos, ambos se deslizaron hacia la cama, quedando el chofer de espaldas. Con destreza, la boca de la mujer bajó de los labios de él, dándole mordiditas en el cuello. Con suma lentitud, recorrió el varonil pecho, lengüeteando el fino vello, provocando que la piel del hombre se erizara y su torre se tornara más turgente. En cada palmo recorrido, la chica percibía el olor de macho en brama, mezclado con el sudor emanado por la excitación. No era un olor desagradable, antes bien la estimulaba para continuar con su empresa: la conquista de la atalaya. Las caricias continuaron con boca y manos hasta concluir en la zona genital de él, recorriendo y haciendo crecer su virilidad. En ese momento, el chofer sintió un agradable dolor en la entrepierna, indicio de que era el momento de consumar la invasión, de entrar en las humedades y tibiezas femeninas.
Sin poder resistir más, el hombre, ágilmente, se escurrió de la mujer. Con fuerza, la tumbó boca abajo. Con movimientos largos y firmes, sus manos recorrieron la espalda de ella, logrando que la mujer se arqueara y levantara las nalgas, exponiendo el paraíso prometido y a punto de ser penetrado. Ante la respuesta femenina, las manos del hombre tomaron más bríos, bajaron por el derriere de ella, llegando a sus nalgas. Una vez allí, el hombre, con firmeza y usando ambas manos, separó los glúteos de la chica…
-¡Señor, señor!… ¿Qué no me escucha? Ya llegamos –dijo la chica al chofer.
-¿Qué?… –sólo atinó a decir el hombre, como saliendo violentamente de un mundo negado- Disculpe señorita, pero es que venía distraído.
-Déjeme frente al número 15, por favor… ¿Cuánto le debo? –dijo ella al llegar a su destino.
-Son… cien pesos. Sí, son cien pesos.
Tras pagar, la mujer se apeó del vehículo y abrió su bolso para buscar las llaves de su casa. Mientras, el chofer arrancó el automóvil para continuar su trabajo; la noche apenas se iniciaba y él trabajaría hasta el amanecer.