–Ora sí m’ijo, ya probastes mujer y de aquí p’al real ¡a gozar de las viejas! –dijo el hombre soltando una estruendosa carcajada y dándole un codazo al imberbe jovenzuelo que viajaba al lado suyo, en aquellas desvencijada camioneta de carga; pero el muchacho no se inmutó, abstraído en sus pensamientos y aparentando ver el paisaje que bordeaba el camino sobre el que transitaban.
Recién había cumplido dieciséis años y su tío le prometió que lo llevaría a entregar una carga en la enorme ciudad, como regalo de cumpleaños. “Ve con tu tío m’ijo –le había dicho su madre-, así tendrás oportunidad de conocer otros aires, ya ves que desde que murió tu padre casi ni salimos de la casa.”
-El viaje estuvo cansado, pero entregamos toda la carga… y ¡valió mucho la pena! ¿o no? –continuó el hombre, mientras trataba de arreglarse el tupido y desaliñado bigote que amenazaba con metérsele en la boca, cada vez que la abría, al tiempo que guiñaba un ojo a su sobrino.
… … …
¡Despierta güevón! ¡Mira cómo se ve la ciudad desde aquí! –dijo el hombre, empujando al joven que dormitaba. Abriendo los ojos, el chico vio que ascendían por la pronunciada pendiente que conducía al fondo del valle, donde se localizaba la ciudad que, poco a poco, se quedaba atrás. Había oscurecido y los millones de foquitos que la iluminaban, rivalizaban con el cielo sin Luna y tachonado de estrellas; pero al joven eso no le importaba, sólo quería llegar a su casa, abrazar a su mamá y dormirse entre sus brazos… como cuando era niño.