-Por eso queridos hermanos en Jesucristo Nuestro Señor, os lo reitero: permaneced en vigilia para evitar que la llama de nuestra Fe se apague. Así como nuestro Divino Redentor nos dejó la enseñanza, en su parábola de las novias y los novios, de que ellas tenían que esperarlos, durante la noche, con sus lámparas de aceite encendidas o ellos pasarían de largo, así nosotros debemos estar expectantes porque nuevas amenazas se ciernen sobre nuestra Santa Madre Iglesia. Creíamos que los jinetes del Apocalipsis ya se habían ido, pero ¡No! Los jinetes del Hambre, la Guerra, la Muerte y la Peste, sólo estaban agazapados. Esperábamos que las aguas volverían a su cauce una vez que las fuerzas mayoritarias acometieron contra el orden establecido y cometieron toda clase de tropelías, al amparo del reclamo de sus derechos; pero no, el líder de las fuerzas surgidas del Norte, escudándose en sus luchas ideológicas que no era otra cosa que la ambición por ocupar el poder político, permitió que sus secuaces persiguieran ferozmente a nuestra Santa Madre, la Iglesia Católica. La bestia apocalíptica renació: los templos fueron profanados, algunos hermanos sacerdotes asesinados brutalmente, nuestras hermanas religiosas violadas, y nuestras venerables imágenes vejadas, víctimas del escarnio y muchas de ellas destruidas. Sin embargo, la diestra del Señor alcanzó a este moderno Atila e hizo justicia: sus correligionarios de antaño, lo traicionaron y asesinaron. Pero ahora surge otro Atila que ha amenazado con cerrar nuestros templos e impedir que celebremos nuestros Santos Oficios para que no podamos recibir los sacramentos. ¡Hermanos: oremos y estemos atentos para repeler la amenaza del Satán Político! ¡Permanezcamos con los ojos muy abiertos, mirando hacia todos los rumbos del horizonte; con los oídos expectantes ante cualquier ruido o información; y con una oración en nuestros labios! ¡Los tiempos que se avecinan no serán fáciles: tendremos que defender nuestra Religión, aún a costa de nuestra vida!
Al concluir su homilía, el anciano sacerdote, apoyándose en la barandilla, bajó del dorado púlpito para continuar con el Santo Sacrificio.
En una de las primeras bancas de la iglesia, Nubia, acompañada de sus padres, se entretenía viendo los retablos e imágenes religiosas, ya que como la Misa se oficiaba en latín, ella no entendía y se aburría. Conocía todas las representaciones religiosas, pues desde que recordaba, asistía al templo, llevada por su papá y mamá. De repente, una voz varonil, con tono bajo, la hizo regresar a la realidad: un religioso, con hábito negro, solicitaba la limosna dominical. Mecánicamente, al escuchar la petición, la joven abrió su bolsa y extrajo unas monedas que depositó en la cesta de mimbre que portaba el hombre. “Gracias hermana”, escuchó que el religioso le respondió; pero al levantar la cara, la muchacha se topó con el rostro juvenil de un hombre no mayor de veinte años, cuya mirada tierna destacaba en su atractivo rostro, pulcro y muy bien arreglado. Las miradas de ambos se cruzaron por un brevísimo instante, originando la turbación tanto de ella como de él.
Al término de la Misa, la chica se prendió de los brazos de su padre y de su madre. Una vez en el atrio, se percató que allí estaba el joven religioso, con el cesto en mano.
-Ese sacerdote es nuevo ¿verdad madre? No lo conocía –dijo la muchacha.
-Él no es sacerdote, es un postulante. Lo que pasa es que año con año esos jóvenes son enviados a las parroquias a fin de colectar fondos para sus seminarios, pero como tú siempre estás en las nubes no te das cuenta de nada –respondió el padre, sin dar tiempo a que la señora interviniera.
De reojo, la joven vio al joven religioso, mientras seguía avanzando con sus padres. Una ligera sonrisa se dibujó en su semblante.
-¡No Nubia! ¿qué estás pensando? Ése es un hombre consagrado a Dios –pensó la muchacha, moviendo la cabeza, como buscando alejar sus pensamientos y continuó caminando con sus padres rumbo a su casa, que distaba dos cuadras de la plaza principal del pueblo.
No obstante, a partir de ese domingo, la chica no estuvo tranquila, en cualquier momento el rostro del joven postulante se hacía visible, turbándola e inquietándola.
-¿Qué me pasa? –se repetía la muchacha, tratando de encontrar la causa de su desasosiego- Además, ni está tan guapo.
Al siguiente domingo, Nubia asistió a “Misa de ocho”, como era costumbre, acompañando a sus padres, aunque esta vez con la intención de confesarse. Muy a su pesar, su propósito no lo pudo lograr, ya que su confesor, desde que era niña, no se encontraba en la parroquia. “Llegará por la tarde”, le dijo el sacristán, cuando le preguntó por el Padre Juan.
Cuando quien pasó a recoger la limosna dominical fue la anciana acostumbrada, Nuria respiró tranquila y pensó “Con seguridad el postulante ya regresó al seminario. Por la tarde vendré a confesarme y asunto arreglado”.
Esa tarde, la muchacha encontró las puertas de la iglesia cerradas, por lo que se dirigió a las oficinas parroquiales adjuntas. Con suavidad tocó la puerta, pero no tuvo respuesta. Sin embargo, la puerta cedió. Volteando para todos lados, la chica entró. El consabido “¡Hola!”, tampoco tuvo eco. Pausadamente, casi midiendo cada paso, cruzó las oficinas y salió al patio conventual. No veía a alguien. Los arcos de medio punto, sostenidos por una esbelta columnata de capiteles estilo corintio, hechos con cantera rosada, bordeaban todo el espacio; de cada uno de los ángulos del patio partía un sendero de tabique rojo que confluía en el centro, en una fuente barroca, también hecha de cantera. Sólo el golpeteó del agua acompañaba a los vetustos naranjos, cuyas ramas amenazaban con desgajarse ante el peso de la abundante cosecha.
La chica recorrió los pasillos, que empezaban a oscurecerse, ya que era media tarde. De pronto, Nubia escuchó un golpe, como de cuero sobre una superficie blanda. Se detuvo y aguzó su oído. Después de un momento, el golpe volvió a escucharse. Sigilosamente, la muchacha caminó hacia donde se originaba el sonido: una habitación con la puerta entreabierta, a través de la cual salía una débil luz. La curiosidad es mala consejera, había escuchado la chica desde que era niña, sin embargo, asomó la cabeza. Lo que vio la dejó sorprendida. La habitación, de reducidas dimensiones, tenía un mobiliario exiguo: una cama cubierta con ropas sencillas, donde reposaba un hábito de religioso; un buró, sobre el que se encontraba una vela que desprendía una luz mortecina, la única que iluminaba la habitación; un mesa que tenía algunos libros, cuyas finas pastas reflejaban su uso continuo; una sencilla silla de madera; y un reclinatorio, colocado frente al único objeto que pendía de las paredes, un Cristo.
Hincado en el reclinatorio se encontraba el joven postulante con el torso desnudo. Su espalda presentaba las huellas del suplicio. Rezando algunas oraciones, que la muchacha no escuchaba ya que el joven sólo movía los labios sin emitir sonido alguno, el postulante se golpeaba la espalda con un cilicio. Algunos golpes habían lastimado tanto su piel provocándole leves sangrados.
Sin pensarlo, Nubia caminó hasta colocarse a espaldas del muchacho. Su piel sudorosa, por el estado de éxtasis y por martirio que se infringía, atrajo la atención de la chica. Extendió su diestra y con el índice tocó una de las heridas sangrantes, provocando que el muchacho reaccionara. El contacto había sido como una descarga eléctrica. Su piel se erizo y sus músculos se tensaron.
Al darse cuenta de la presencia de la mujer, el postulante soltó el rosario, que tenía en la mano izquierda, y el silicio, que portaba en la derecha, y rápidamente se puso de pie. Su respiración era agitada y la sudoración había aumentado, perlando su amplio pecho. Al igual que Nubia, no sabía qué hacer. Los dos se miraron a los ojos, como tratando de encontrar respuesta a lo que estaba ocurriendo. Sus pupilas se dilataron ante la escasa luz, pero sobre todo para tratar de atrapar la imagen que cada uno tenía enfrente. Al mismo tiempo, fueron acercándose hasta que sus rostros quedaron a escasos centímetros. El aliento de uno era aspirado por el otro, incrementado la segregación hormonal y propiciando que la excitación aumentara.
Con extrema delicadeza, sus labios se rosaron, percibiendo con mayor intensidad sus alientos. La joven entreabrió la boca, tras lo cual el muchacho respondió a la invitación. Los labios del joven apenas rosaban los de ella, hasta que por fin un beso apasionado y profundo derribó los límites impuestos y aceptados. La eterna y milenaria historia, surgida en el Edén, se repetía: la mujer ofrendaba su fruto al varón.
El paraíso se abría para los jóvenes y no importaba si después eran arrojados de él. El presente era lo único trascendente.
Los besos del muchacho se prolongaron al cuello de ella, haciendo que su piel despertara a sensaciones nuevas y placenteras.
Suavemente, las manos de él recorrieron, palmo a palmo, la entrepierna de Nubia y sus dedos se perdieron en sus húmedas profundidades, en un viaje de entrada y salida, logrando que la chica sintiera las más deleitables emociones. Aunque para los dos era su primera vez, de los rincones más recónditos de sus cerebros salían las indicaciones precisas e inequívocas para provocar y recibir placer.
Instintivamente, al percibir que la muchacha estaba lista para recibirlo, el postulante deslizó su pantalón y su ropa interior. La embestida fue amorosa y placentera. Ambos deseaban fundirse en una sola carne. ¿Cuánto tiempo duró la presencia del extraño en el paraíso? No se percataron, ni les importaba. El clímax llegó y los dos jóvenes estallaron, incrementando sus humedades y esencias corporales.
Tras unos minutos de recuperación, apresurada y cabizbaja, Nubia salió de la habitación conventual, arreglando sus ropas y dejando al postulante hincado en el suelo, con la cara hundida en las revueltas cobijas de la cama, musitando, una y otra vez: “Perdón… Perdón… Perdón”.
En su alocada carrera, la chica tropezó con el sacristán, que ya se encontraba en la oficina parroquial.
-¿Y’ora, de dónde sale esta muchacha?… Bahhh –y se encogió de hombros.
Intempestivamente, Nubia entró en su casa.
-¿Qué pasó hija, te pudiste confesar? –le preguntó su madre, que sentada en la sala tejía alguna prenda de vestir que nunca usaría ella o alguno de los miembros de la familia.
-¡Después te platico! Me duele mucho la cabeza. Voy a recostarme un poco. Por favor, no me molesten para cenar, no tengo apetito. ¡Hasta mañana! –dijo la chica, sin dar tiempo para que sus padres respondieran, y corrió a encerrarse en su habitación.
-¿Qué mosca le picó a tu hija, mujer? –inquirió el esposo a la señora.
-No te preocupes; debe ser alguno de sus cambios hormonales. Ya ves que aunque recién cumplió los dieciocho años, aún tiene problemas. El doctor me ha dicho que con el tiempo se estabilizará –justificó la esposa.
-Ustedes las mujeres y sus achaques –concluyó el hombre, y se dijo para sus adentros- ¡No sé cómo no tuve un hijo!
Dice la sabiduría popular que no hay mejor consejero que el tiempo. Pasaron los días y Nubia urdió una justificación para sus padres. Como nunca había mentido, le creyeron.
Llegó el domingo y la chica fingió estar enferma para no ir a Misa.
-Pero hija no asistir a Misa es pecado mortal –le dijo inquieta la madre.
-Lo sé mamita. Dentro de ocho días, me confesaré y asunto arreglado –expresó Nubia, sonriendo a su progenitora.
A pesar de lo dicho, la confesión nunca llegó, una nueva mentira brotó de los labios de la muchacha. Una mentira nunca va sola, siempre tiene compañía.
-Ven, asunto arreglado. ¡Ya me confesé!
Por más que se esforzaba, y preguntando aquí y allá, la chica nunca supo más del postulante. Sabía, como su padre se lo dijera inicialmente, que esos jóvenes iban de parroquia en parroquia, colectando recursos para sus seminarios. Nadie pudo decirle de cuál seminario venía, ni mucho menos el nombre del muchacho. Así, la chica sonrió tranquila. Lo ocurrido nunca se sabría.
*** *** ***
-Nubia ¿qué te pasa? Hace varias semanas que te veo desmejorada. No quieres comer, estás pálida y frecuentemente tienes problemas estomacales. Aunque no quieras mañana vamos al doctor para que te revise. No quiero seguir con esta zozobra –sentenció su madre a Nubia.
-Pero mamá, yo estoy bien… No tengo ningún problema –explicó la muchacha.
-No hay pero que valga; mañana por la tarde iremos a consulta. Ahorita llamo al consultorio del doctor para sacar cita –sentenció la mujer, saliendo del cuarto de la muchacha.
-¿Qué voy a hacer? –se preguntó Nubia.
*** *** ***
-Señora, tengo el gusto de anunciarle que va a ser abuela. Su hija está embarazada –informó el médico a Nubia y a su mamá.
El impacto recibido por la mujer la dejó sin palabras; en cambio, la muchacha permaneció impasible, pues ya esperaba esa respuesta.
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-¡No es posible! En mi familia nunca ha nacido un niño sin padre. ¿De quién es ese niño? ¡Me lo vas a decir por las buenas o por las malas! –dijo el hombre encolerizado.
Pero la chica permaneció imperturbable. Estaba dispuesta no revelar el nombre del padre del hijo que esperaba.
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Desde el púlpito, el anciano sacerdote, exagerando sus ademanes mesiánicos, lanzaba una arenga religiosa a los feligreses, pero Nubia no lo escuchaba. Sumida en el recuerdo de los acontecimientos vividos en los últimos meses, y que tanto dolor le causaban, acompañaba a sus padres al servicio religioso para no contrariarlos y no discutir. Su dolor era mucho mayor para enfrascarse en diferencias irreconciliables. Nunca la iban a comprender, pensaba.
Cuando su padre le cuestionó quién era el padre del hijo que esperaba, la muchacha se negó rotundamente a revelar lo ocurrido. El silencio fue la contestación que siempre manifestó. Como respuesta, el hombre determinó enviarla a la casa de uno de sus tíos, en la capital, hasta que diera a luz, después él determinaría qué hacer. “Tú no estás en la posición de proponer o elegir. Manchaste la honra familiar, así que es mejor que obedezcas. Es más, quien manda en esta casa soy yo y mis decisiones no se discuten”, le dijo a la chica, cuando ésta quiso oponerse.
La ilusión de la chica, ante el arribo del bebé, se desplomó estrepitosamente cuando, después del parto, se le informó que el niño había nacido muerto, por lo que había sido enterrado de inmediato. Sin embargo, nunca se le dijo dónde estaba la tumba del menor. A toda pregunta, un “No” fue la respuesta. Con el espíritu y el cuerpo destrozado Nubia regresó al poblado donde vivía desde su nacimiento.
Desde ese día, la joven se recluyó en su habitación; ni siquiera quiso regresar a la escuela, lo que congratuló a su padre para evitar que algún conocido pudiera enterarse de lo ocurrido. Las únicas salidas de la joven eran a la iglesia, e invariablemente acompañada por sus padres, lo cual no le importaba a ella, pues no deseaba hablar con alguien.
Reviviendo el doloroso camino recorrido, la muchacha, a pesar de haber dicho que ya no le quedaban lágrimas para llorar por lo perdido, dejó escapar algunas lágrimas, lo que no pasó inadvertido para alguna beata: “Vea comadre, esa muchacha debe tener su alma inundaba por el Altísimo, las palabras del padre la han hecho llorar”. “Sí comadrita, pero ya cállese y déjeme escuchar el sermón”, fue la respuesta que le dio la otra mujer.
-… así es hermanos, como les anunciaba meses atrás, el momento esperado de manifestar la Fe, en la que fuimos bautizados, ha llegado –concluía el sacerdote- El Anticristo, también procedente del Norte, ha llegado a la cima del poder y ha decretado cerrar nuestras iglesias e impedir el culto ¡Y no lo vamos a permitir! La imagen de Cristo Redentor, nuestro Padre y Creador de todo lo visible y lo invisible, debe guiar nuestra empresa por la defensa de la verdadera religión. Ya en otras regiones del país se han organizado las diversas comunidades católicas. Es hora de que en nuestro pueblo, todos unidos y teniendo como estandarte la amada Imagen de Cristo, formemos una barrera contra los enemigos de nuestra Fe. Sursum corda. Amén
Conforme el clérigo avanzaba a la conclusión de su exhorto, primero un feligrés y después otro hasta formar un coro único, entonaron uno de los cánticos que guiarían su lucha, una lucha fratricida que, de 1926 a 1929, volvería a teñir de sangre el suelo patrio.
“¡Viva Cristo Rey!
El grito de guerra que enciende la tierra…
¡Viva Cristo Rey! Nuestro Soberano Señor.
Nuestro Capitán y Campeón.
¡Pelear por Él es todo un honor!
¡Pelear por Él es todo un honor!”