Todas las dependientes de la farmacia estaban ocupadas. Parecía que “todo el mundo” se había puesto de acuerdo para enfermarse; no obstante, muchas personas salían con las manos vacías, pues su dinero no les alcanzaba para los medicamentos. Formados en la fila, Yazmín y Joel esperaban ser atendidos por una vendedora, a fin de comprar la “medicina” para su pequeño hijo, Yael Irving, quien padecía asma.
-¡Qué te calmes! –decía la joven al muchacho cada vez que éste le daba una “pequeña” bofetada.
-Si sólo estoy “jugando”, nena –dijo Joel, al tiempo que le jalaba el cabello a la chica. Lo llevaba atado atrás de la cabeza, formando una “cola de caballo”.
-¿Qué no entiendes estúpido? –remarcó la mujer, aventándole la cobija con la que intentaba cubrir al menor- ¡Toma! Ayúdame con esto.
El hombre que estaba formado detrás de los jóvenes no sabía si continuar mirándolos de reojo o voltear hacia cualquier otro lado, para no meterse en problemas, ya que se veía que el joven era de “mecha corta”. “En mis tiempos no se estilaba esto. ¿Qué les espera a estos muchachos cuando el tiempo haga que la rutina sea la tónica de su relación? Si ahora que están jóvenes no se respetan ¿qué será después?… Bueno, a mí qué me importa”, pensaba el hombre.
Ese día, Joel vestía pants y sudadera rojos, calzaba tenis blancos con una franja roja y su testa estaba cubierta por una gorra igualmente roja. A la distancia su atuendo era lo que llamaba la atención. Su cabeza era redonda, como una bola de billar, pero tenía un atractivo inexplicable. Su rostro no revelaba su edad; tenía veintidós años, pero quien lo viera y no lo conociera diría que no llegaba a los dieciséis. Poseía unos ojos expresivos, risueños y unas cejas muy pobladas; su mandíbula estaba escasamente poblada por algunos pelos, no cortados durante dos o tres días; tenía labios carnosos y húmedos. Sin embargo, lo que más destacaba de su rostro eran los arcos que soportaban las cejas, prominentes en demasía, al igual que sus pómulos. A pesar de la holgura de la vestimenta, se intuía que su cuerpo era musculoso. En particular, se notaba que practicaba ejercicios para hombros y brazos, pero no para las piernas. Sus manos eran amplias, toscas y terminaban en dedos gruesos, cortos, con unas uñas cuadradas y bien cuidadas; eran la herramienta ideal para golpear, “jugando”, a su mujer. El único adorno que lucía era una plaquita de oro en el lóbulo de su oreja derecha.
Yazmín traía una blusa, de tela casi transparente, color durazno, sin mangas y con cuello ancho y plisado que cubría parte de sus hombros. El complemento era unos jeans y sus pies lucían unas ballerinas. Su cabello mostraba unos “rayitos”, rústicamente distribuidos, seguramente pintados por ella. Su alargado rostro, con muy poco maquillaje, acentuaba la juventud de la chica. Su delgado cuerpo se patentizaba más en sus piernas y pecho, pues ya había concluido el período de lactancia y sus senos volvieron a evidenciar su escaso desarrollo. Tenía una voz tipluda y poco convincente.
El rostro del niño, que cargaba la muchacha, denotaba algún problema neuronal; su cabello era escaso, opaco, lacio y muy delgado. A pesar del alto volumen de las voces de sus padres, el infante parecía no verlos ni oírlos, no movía un solo músculo facial.
La fila no avanzaba, y Yazmín, cansada y para alejarse de los “juegos” del muchacho, se perdió entre los pasillos de la farmacia.
-¡Pase! –indicó la dependiente al muchacho, quien no la escuchó, afanado en buscar con la mirada a su pareja y silbándole soezmente.
Desesperado, el hombre, que le seguía en la formación, frunció el ceño, propiciando que sus largas y tiesas cejas encanecidas se erizaran, y con peligro de meterse en problemas, irguiéndose, para verse más alto (medía uno ochenta), exclamó:
-Le hablan, joven… que pase.
Sin contestar, Joel volteó a verlo extrañado (¡un desconocido se atrevía a dirigirle la palabra!), y displicentemente caminó hacia la dependiente; le extendió la receta, sin mediar palabras.
-¿Y de cuántos miligramos quiere el medicamento? Su médico no se lo anotó –le preguntó la vendedora.
-¡Yazmín! –gritó el muchacho, a todo lo que daban sus pulmones, logrando que la gente volteara sorprendida a verlo, tras lo cual volvió a silbar a la joven, la cual, indolentemente, salió de uno de los pasillos.
-¿Qué de cuántos miligramos es la medicina del Irving? Te vas y yo ni sé qué contestar –reclamó Joel a la mujer.
-Tú nunca sabes nada… De veinte miligramos, por favor –dijo la chica a la dependiente, torciéndole la boca a Joel- ¿Y cuánto me cuesta? –volvió a dirigirse a la mujer que la atendía.
-¡Déjeme ver! –después de teclear en la computadora, informó- Cuatrocientos veinticuatro pesos, señora.
Yazmín, con dificultad, extrajo su diminuto monedero de una de las bolsas de su ajustado pantalón de mezclilla.
-“Amorcito”, me faltan cuarenta pesos ¿tú traes? –le dijo a Joel.
A regañadientes, el muchacho entregó las monedas solicitadas y acercándose a su hijo le dio un beso en la boca, pero el pequeño continuó impávido.
-Tenemos, por el día de hoy, el bloqueador solar “Protect skin” con un dos por ciento de descuento ¿Se lo incluyó en su compra? –preguntó la vendedora.
-No, gracias. No acostumbro –respondió la chica.
Con su exigua compra, los muchachos salieron de la farmacia, al tiempo que Joel le daba una fuerte nalgada a Yazmín, mientras que con el índice de la otra mano hurgaba su nariz.
-¡Qué te calmes, pendejo! –y le propinó un golpe en el vientre, logrando que el joven se doblara de dolor.
-Jejeje. No aguantas nada… –dijo Joel, sobándose el abdomen y viendo a la chica como perro apaleado- ¡Ai viene la micro! Agarra bien al niño. ¡Heeeey!
Y haciendo aspavientos, el muchacho agitó el brazo derecho para que el chofer del transporte público se detuviera.