Filiberto recorría la calle de Perales, de norte a sur y de sur a norte, observando las “chicas” que ofrecían sus “servicios” en la vía pública. Hacía más de dos semanas que no las “visitaba”, pero una molestia en la entrepierna, en el “centro de su hombría” como él decía, hizo que buscara solucionar el problema.
El hombre, que rayaba los veinte años, era cargador en el Mercado de Legumbres “Matías Alcocer”; la gente más joven lo etiquetaba como “diablero”, haciendo alusión a que su medio de trabajo era un “diablo” o “diablito·, donde transportaba los bultos de los clientes. Vivía en un cuarto que alquilaba en una vecindad cercana al mercado; los servicios sanitario y de baño eran comunitarios. Con lo que ganaba le alcanzaba para irla pasando sin sobresaltos.
Con paso firme y seguro, como un macho en celo que se “pavonea”, Filiberto se acercó a una muchacha que, aunque se maquillaba exageradamente para aparentar ser mayor, se notaba que era menor de edad. En esa ocasión la “sexoservidora” (como las llaman en los medios oficialistas, ya que en el barrio se ha integrado una larga lista de calificativos para nombrarlas), vestía una blusa entallada y una minifalda, ambas prendas de color negro, y calzaba unas botas plateadas, con plataforma, que le llegaban a las rodillas. Su larga cabellera cubría su espalda y un largo flecho ocultaba la mitad de su rostro.
-¿Cuánto? –le preguntó el muchacho.
-Ochenta más el cuarto –respondió la joven.
Sin decir palabra, el hombre con una mirada le indicó que lo siguiera. No tuvieron que caminar mucho, en la misma manzana se encontraba el hotel de paso que usaban esas mujeres y sus clientes.
Una vez dentro del pequeño cuarto, que tenía un reducido anexo donde se encontraba un retrete y un lavabo, la chica se despojó de su ropa, excepto del brasier.
-¿Qué no te vas a quitar eso? –preguntó Filiberto.
-Si quieres ver chichis, son veinte pesos más –respondió tajante la muchacha.
Sin contestar, el hombre se sentó en la orilla de la cama, se desató las agujetas de sus tenis Naik y los arrojó lejos de él. Instintivamente, la mujer se cubrió la nariz con el dorso de su mano derecha. El muchacho comenzó a desvestirse: se despojó, con un rápido movimiento de brazos, de su playera del Tri y se levantó para quitarse el pantalón Torpeka y la truza Relámpago.
La chica ya lo esperaba semiacostada en la cama, apoyada en las almohadas. Su experiencia le indicaba que en esa posición sólo permitía el mínimo contacto con el cliente. En el fondo sentía asco por los clientes; pero con este hombre no sabía lo que le pasaba: su acre olor la atraía y hacía que deseara ser poseída por él, sin ningún límite. Y así fue. Con movimientos felinos, Filiberto se deslizó desde el pie de la cama hasta ubicarse entre las piernas de la mujer. La cercanía y tibieza de la piel masculina excitaron mucho más a la muchacha, quien, sin ninguna restricción, tomó al hombre por las nalgas y lo atrajo hasta su centro de placer. Al sentir la humedad femenina, Filiberto arremetió contra la chica con fuerza inaudita, haciendo que las almohadas salieran por los lados, quedando sólo los dos cuerpos desnudos sobre la cama. La mujer nunca supo cuándo los ágiles dedos de Filiberto la despojaron del brasier, pero no le importaba saberlo; aquél cuerpo masculino, joven y vigoroso, llenaba todos sus sentidos.
El tiempo dejó de tener importancia, sólo el placer se expresaba a través de dos cuerpos que se devoraban, en todas las posiciones posibles. Mientras el olor del hombre penetraba más en la nariz de la mujer, ésta lo sujetaba con más fuerza, en un vano intento por fundirse con él. Los quejidos y las palabras soeces indicaban que la cima estaba cercana.
Después de llegar al orgasmo, al mismo tiempo que su pareja, Filiberto se levantó y se dirigió al retrete para orinar. Cuando regresó, la mujer ya se había vestido.
-Espero que nos volvamos a ver… No te quiero perder –dijo la chica antes de salir del cuarto.
Filiberto volteó a verla, extrañado.
-¿Y ésta, qué le pasa? –dijo, encogiéndose de hombros.
De regreso en su cuarto de vecindad, el muchacho recordó que al día siguiente, domingo, iría al Bosque de Chapultepec; había invitado a Teódula, la ayudante del puesto de frutas, a pasar el día con él, pensaba pedirle que vivieran juntos.
-Ya tengo veinte años y va siendo hora de que siente cabeza… ¡Aaahhh qué güeva! Ni modo, aunque estoy rendido, no me queda más remedio que bañarme, y ya es bien tarde; pero el premio bien vale el sacrificio –y tomando su toalla, el jabón y el zacate, salió de la vivienda.