El anciano se sobresaltó al escuchar que la cerradura del zaguán giraba; la puerta se abrió y entró una mujer, también de edad avanzada.
-¿Qué pasó mujer? Me tienes con el alma en un hilo –inquirió el hombre.
-¿Por qué? –preguntó la anciana, intrigada.
-¿Cómo que por qué? Te fuiste hace casi dos horas por las tortillas y no regresabas; Estaba muy preocupado.
-¿Dos horas? Ni cuenta me di del tiempo… -la mujer se quedó pensando, como recordando, y después continuó- Lo que pasa es que hoy, más que de costumbre, amanecí con mucho dolor en mis piernas, por eso decidí regresarme caminando y no tomar un taxi, para hacer un poco de ejercicio.
-Por eso me tenías preocupado; tú siempre vas por las tortillas en taxi y, además, la tortillería está a unas cuantas cuadras de aquí.
-Además de que me vine caminando, de regreso vi, en la calle, a varios animalitos que comían maíz quebrado y ¿crees que no me acordaba cómo se llamaban?
-¿Qué?
-Sí, me quedé viendo a los animalitos, no sé cuánto tiempo, tratando de recordar su nombre, hasta que me acordé que son palomas. Hasta me reí de mí misma… no sé qué me pasó, si las conozco desde que nací –comentó la mujer, sonriendo.
Ése fue el preámbulo de lo que se desencadenaría después.
La pareja vivía en una casa, que se notaba hacía mucho tiempo no se le daba mantenimiento. Tenía varias habitaciones, distribuidas alrededor de un patio central, en cuya parte media se encontraba una reseca fuente. Llamaba la atención la gran cantidad de plantas, sembradas en todo tipo de recipientes, todas floridas, lo que evidenciaba el gran cariño con que eran cuidadas y el tiempo dedicado a su cultivo.
La casa la habían comprado cuando se casaron, “una casa grande para que los hijos, que Dios nos mande, puedan jugar libremente”, habían dicho, sin embargo, los hijos nunca llegaron, y ahora ellos eran los únicos habitantes.
Los incidentes se sucedieron uno tras otro, siendo cada vez de mayor gravedad: “olvidos”, ausencias, irritabilidad, trastornos del lenguaje, pérdida de funciones biológicas, “hasta que un día se le olvide respirar y…”, le había dicho el médico al anciano, cuando diagnosticó que su esposa tenía Alzheimer. ¿A quién recurrir? ¿Con quién compartir este dolor? Los pocos familiares que tenían eran muy lejanos y nunca convivían con ellos.
*** *** ***
La puerta de la habitación del hospital se abrió y la enfermera vio al anciano, que sentado al lado de la cama de su esposa, le susurraba, muy bajito, al oído: “Por favor viejita, no te olvides de mí… no te olvides de mí”, al tiempo que las lágrimas humedecían sus mejillas.