La fiesta estaba en su apogeo; ese día Norberto, “El Chorejas”, celebraba su cumpleaños. No había alquilado una carpa, como se acostumbraba en la Unidad, porque la época de lluvias ya había pasado; no era necesario. Como las casas eran muy pequeñas, las festividades se realizaban en la calle, ésa era una de las pocas ventajas de vivir en una cerrada, aunque no faltaba el vecino que se molestara por importunarlo con el festejo.
Era tradicional que, en un rincón, los señores se reunieran a tomar licor, su actividad predilecta, y a comentar los incidentes más recientes del barrio o de los equipos de futbol favoritos; mientras que sus esposas permanecían sentadas platicando y “recortando” a las parejas que bailaban los ritmos de moda. El “perreo” era el preferido entre los muchachos porque facilitaba el manoseo de las “morras”, sin tener que buscar algún lugar oscuro, ni mucho menos pagar el cuarto de un hotelucho, pues cuando se tienen pocos años el dinero no sobra. Los ojos de las mujeres mayores parecían salirse de sus órbitas ante tal espectáculo; no faltaba un “¡Ave María Purísima!” que escapaba de sus labios.
Un poco más alejado, se encontraba un grupo de muchachos (algunos no tanto), cuya risa, provocada por las “warradas” que platicaban y por los efectos del licor, era tan estridente como el sonido que amenizaba la reunión. Entre esos hombres destacaba Daniel, “El Mamey”, un joven de treinta años. Su apodo no lo había merecido porque fuera mal visto por los demás o porque fuera presumido (“mamón”, dicen en el barrio), sino porque el ejercicio cotidiano había favorecido que desarrollara un físico que muchos le envidiaban y muchas aspiraban tener entre sus brazos (“estaba ‘mamado’”, fortachón, comentaban). No se había casado y vivía con su madre y su hermana; a su padre no lo conoció; aunque su mamá siempre les había dicho que la había abandonado, los dos hijos estaban convencidos que ese padre nunca existió, era madre soltera.
Ese día, “El Mamey” vestía una playera amarilla muy entallada, de licra, que destacaba sus pectorales y su abdomen plano (”En ese lavadero yo sí lavo y hasta cuchiplancho”, decían las más “aventadas”, elevando el ego del muchacho). Su estrecha cadera y sus musculosas piernas se acentuaban con el pants azul que portaba. Siempre usaba tenis de marca. Su pelo, impecablemente cortado y peinado hacia atrás, daba limpieza a su rostro y lo delineaba; su fácil sonrisa atraía la mirada de las personas.
El muchacho se vanagloriaba de su “pegue”: “casi todas las morras del barrio han pasado por mis armas”, decía, “y alguno que otro bato, pues dicen que ‘en tiempos de guerra, cualquier agujero es trinchera’, y yo no me hago del rogar”.
¿Es esto verdad Daniel?
“En primer lugar no me digas Daniel, todo mundo sabe que soy ‘El Mamey’” –respondió el joven.
Está bien.
“En segundo lugar, a este cuerpecito hay que darle lo que pida. ¿Para qué nos hacemos que la Virgen nos habla? No hay que ser hipócritas. Yo no me hago de la boca chiquita: la mera neta es que lo que no tengo con ellas, me lo dan los batos; además algunos de ellos tienen un culito muy rico, mejor que el de algunas morras. La vida es para vivirse, para disfrutarla antes de que acabe. Decía uno de mis tíos que este cuerpecito en lugar que se lo coman los gusanos, mejor que se lo coman los humanos. JaJaJa.
“Bueno, continuando con lo que dices, ese día la pachanga estaba a todo lo que daba. El chupe y el bailingo lograban que los broders estuvieran bien erizos Yo estaba muy tranquilo, hasta que vi a La Vero, que a pesar de hacer mucho frijol a esa hora de la noche, sólo tenía un top y un pantalón, se veía ricota la condenada. Ella sabe lo que tiene y le saca partido. Me alejé de la banda y me acerqué a ella.
“-¿Cómo estás mi Vero? –le pregunté- ¿cuándo despeinamos el periquito?
“-¡Ay, tú siempre con tus warradas! –respondió.
“-Pshhh… si tú también quieres.
“Unos cuantos tragos y con el perreo, La Vero empezó a aflojar. Restregar mi pinga en sus nalgas, bailando, me pusieron como brazo de santo. Sin que ella se resistiera me la llevé un poco lejos de los fiesteros. Me recargué en la ventana de la casa que abandonaron los López el año pasado, separé las piernas y la morra se sentó sobre mi camarón. No es raro ver en las calles a los valedores sentados con sus morras entre las piernas, así que eso no sorprendería a nadie. Se empezó a mover haciendo que me prendiera más; bajé el cierre de su pantalón que afortunadamente estaba por atrás y la muy condenada no traía pantaletas. Saqué mi arma y la penetré por atrás. Lanzó un grito de dolor porque estaba seca, pero ni modo yo ya estaba adentro y en los hombres no hay marcha atrás. Como comenzaba a gemir de placer, le pedí que no se quejara tanto o nos descubrirían. Estábamos en lo más rico del mete-saca, cuando en la bola de fiesteros se escucharon fuertes gritos, un feo escándalo pasaba. La Vero se chispó, se compuso el pantalón y se alejó; yo guardé a mi bro, me subí el cierre y me acerqué al grupo. La vieja del Chorejas se había enterado que el bato tenía otra mujer. Ella le gritaba y mi valedor le respondía con más insultos: ‘Tenía que conseguirme otra vieja porque tú ni siquiera para eso eres buena, no sabes dar placer a tu hombre’, decía El Chorejas; ‘¿Placer? Pero si tú ni siquiera sabes lo que es eso, terminas en unos segundos y, además, la tienes bien chiquita. No sirve ni para hacer cosquillas, pendejo’, le respondía su vieja. Cada vez el pleito se ponía más sabroso, cuando de pronto un dolor en mis güevos me hizo retorcerme; no había terminado y el dolor era insoportable. Sin esperarme a saber en qué terminaba el merequetengue, voltié para todos lados, buscando a La Vero para terminar el trabajito, pero vi que ya estaba con su picador. Ni modo, me dirigí a mi casa, había que sacar el veneno al alacrán y mi única alternativa era mi amiga Manuela. Lo que pasó después me lo platicaron al día siguiente.”
Ya era de madrugada, los muchachos y las señoras, llevando a sus esposos a regañadientes, se habían ido. El sonido ya no alteraba el sueño de los vecinos. Algunos borrachos, tambaleantes unos y otros tirados en el piso, eran los únicos asistentes que aún no se retiraban. Norberto y su mujer, ayudados por sus hijos y dos o tres vecinos, recogían las sillas y las amontonaban en el patio de su casa; mañana pasaría Don Lupe, con su camioneta, para llevárselas. Los perros ladraron, sin saber a quién, cuando a lo lejos se escuchó la descarga de una pistola 45 y los gritos de una mujer.