CLICK. “Ya era de noche, aquel dieciséis de julio, cuando regresábamos de la fiesta con la que el pueblo celebra a Nuestra Patrona. Estaba totalmente oscuro, ya que en aquel tiempo no había alumbrado público, parecía boca de lobo. Sí, ya sé que los lobos no tienen ‘boca’ sino ‘hocico’, pero así dicen en mi pueblo. Era una noche sin Luna, mejor dicho, estábamos en Luna Nueva, y un pertinaz chipi-chipi mojaba hasta nuestra ropa interior (no recuerdo si en esa época yo la usaba), pero, sobre todo, mis pies, ya que mis zapatos eran una colección de agujeros. Tenía alrededor de ocho años ¡de eso hace ya tanto tiempo!, y venía acompañado por mis papás y mis dos hermanas menores; mis hermanos mayores, tres, quién sabe dónde andaban, y más en días de fiesta. Mis padres nos educaban para ser independientes; así, al llegar a la adolescencia cada uno sabíamos lo que hacíamos, ellos confiaban en que la educación recibida nos guiaría. Nunca les dimos problemas.
Nuestra casa, apenas en construcción, se encontraba en las afueras del pueblo. Habíamos llegado al lugar no hacía mucho tiempo. Íbamos a pasar cerca del panteón e, instintivamente, me agarré del vestido de mi mamá; ella, al sentirme, bajó la mirada y me sonrió para darme confianza. La oscura calle que separaba las casas del camposanto, estaba totalmente desierta; sin embargo, al llegar a la esquina, un grupo de personas se arremolinaban curiosas. Mi madre, al percatarse de qué se trataba, apresuró el paso. “¡Caminen más rápido, niños!”, nos dijo, empujándonos suavemente. Por su parte, mi padre se acercó al grupo de gente. La débil luz de una vela, que luchaba contra las gotitas de agua que caían, que era portada por una mujer cubierta con su rebozo que sólo dejaba ver sus inquietos y curiosos ojos, intentaba iluminar la escena. Tras intercambiar algunas palabras con los ahí reunidos, mi padre se reincorporó con nosotros, que lo esperábamos unos metros adelante.
-¡Es uno de los Rodríguez! –dijo a mi madre. Nosotros sólo escuchamos pues en esa época los niños no podíamos participar en las pláticas de los grandes, de los adultos ¡qué va, no que ahora!- Dicen que uno de los López lo mató. Es Leonardo, el menor de los hijos de Don León.
Esa noche no pude dormir tranquilo. La escena presenciada en la esquina del panteón revivía en la oscuridad de mi cuarto, aun cerrando los ojos. Parecía que todos los reunidos vestían de negro y sólo sus ojos centelleaban. Con el paso de los años, al recordarla, la escena debe haber sido digna del pincel de Caravaggio.
Los días pasaron y lo ocurrido parecía haberse borrado de mi memoria (se dice que cuando uno es niño, sólo se vive en el presente, quién sabe); hasta que un día, Doña Tila, una de las comadres de mi mamá, llegó de visita a nuestra casa. Yo estaba sentado en la mesita donde mis hermanos y yo acostumbrábamos hacer la tarea. Mi mamá se encontraba en la cocina, pero como su comadre hablaba muy fuerte, ¡clarito escuché lo que platicaba! Lo que le dijo, más o menos, fue lo siguiente:
En la fiesta del año anterior, Leonardo andaba muy ‘alegre’ cuando vio a Lucía, que en ese momento bajaba de la ‘rueda de la fortuna’.
-¡Adiós chula! ¿Me permite que la acompañe? –le dijo el muchacho.
-¡Pelado! ¿Qué se cree, si yo soy una señorita decente? –respondió la chica.
-Pues por eso le hablo. A mí no me gustan las muchachas corrientes –siguió diciendo Leonardo.
-¡Deje de molestarme que ni siquiera lo conozco!
-Leonardo Rodríguez, para servirle, bonita –dijo el joven, despojándose del sombrero e inclinando la cabeza- Y para que vea que soy gente seria y me interesa, usted es Lucía López. Le reitero que estoy para servirle –concluyó el muchacho, tras lo cual se alejó, dejando a la joven sorprendida e inquieta.
A partir de ese primer encuentro, Leonardo buscaba cualquier pretexto para cruzarse y acercarse a la muchacha. “Tanto va el cántaro al agua…”, dicen en mi pueblo, hasta que Lucía aceptó platicar con el joven. Una sonrisa, una mirada a hurtadillas, un “sí”, un cariño que, lenta pero sólidamente, nacía.
-¿Me quieres Lucy? –preguntaba Leonardo a la muchacha.
-Tú bien sabes que sí, pero tengo mucho miedo –respondió Lucía.
-¿Miedo, a qué? –inquirió el muchacho.
-A que ocurra una desgracia. Nuestras familias nunca se han visto con buenos ojos –dijo temerosa la chica.
-Sí, algo he escuchado de eso. Desde niño, mi familia siempre ha hablado muy mal de la tuya. Quién sabe cuántas generaciones atrás, surgió un problema entre las dos familias, que los que nacieron después se han encargado de hacerlo crecer; pero a nosotros qué, no debemos dejar que sus pleitos envenenen nuestro amor, chiquita –justificó Leonardo.
-Sí, pero debemos tener cuidado, sobre todo con mi hermano Ernesto, es muy violento y siempre anda armado. Desde que creció, mi padre le compró una pistola pues siempre ha sido su orgullo, salió igual que él.
Para concluir la plática, Leonardo se prendió tiernamente de los labios de Lucía, rodeando su cintura con ambos brazos. Los dos estaban juntos, se amaban y eso era lo único que importaba.
Por fortuna para los muchachos, sus familias vivían en los extremos del pueblo: la de Leonardo frente al jardín principal y la de Lucía en las orillas de la comunidad, frente al panteón. Así que las probabilidades de que se cruzaran eran mínimas.
El tiempo transcurre rápidamente cuando dos que se aman están cerca. El nuevo año trajo mejores expectativas para los amantes, planes para formalizar su relación y preparar su vida en común.
Llegó la festividad anual para la Patrona del pueblo. Ese día, como nunca, Leonardo amaneció muy feliz, con deseos de comerse el mundo en compañía de Lucía. Desde temprano, se reunió con sus amigos en el kiosco del jardín principal para platicar y compartir algunos tragos. La alegría no cabía en el cuerpo del muchacho, estaba pletórico de energía, y había que festejar porque se cumplía un año de que se había atrevido a hablarle a Lucía. Ese año la chica decidió no asistir a la fiesta, no quería dar motivo para que ocurriera un imprevisto, mejor se quedaba en su casa, a pesar de que sus amigas pasaron a buscarla.
La lluvia comenzó temprano a mojar las calles del pueblo. Las oscuras nubes colaboraban con la noche para que las tinieblas crearan el escenario adecuado donde destacaran los fuegos artificiales, en particular el “castillo, con el que culminaba la fiesta. A esa hora, Leonardo ya estaba “muy contento”, el licor había cumplido su trabajo.
-¿Qué estará haciendo mi peor es nada? No voy a aguantar verla hasta mañana –se decía el joven y, dando traspiés, se alejó del bullicio de la mojada fiesta.
-¡Lucía! ¡Mi amor! ¡Sal que quiero verte! –parado frente a la casa de la muchacha, en una de las esquinas del panteón, Leonardo, tambaleante, gritaba a todo pulmón.
Tras unos instantes, salió la muchacha.
-¡Leo, vete! ¡Mañana, que estés en tu juicio, hablamos! –dijo Lucía, suplicante.
-¡Quiero que todo el mundo se entere que nos amamos! ¡Qué sin ti no me importa la vida! ¡Eres mía, pésele a quien le pese! ¡Te amo! ¡Lucía es el amor de mi vida! –continuó gritando Leonardo, quien comenzó a caminar hacia donde estaba la muchacha.
-¿A dónde crees que vas, pendejo? –era Ernesto, quien pistola en mano, salió de su casa- ¡Das un paso más y te mueres!
-¡Ernesto, por Dios, baja esa pistola! –expresó la chica.
-¡Tú cállate y métete para adentro! –le ordenó Ernesto a Lucía.
-¡Lucía, chiquita, no te metas que quiero verte! –suplicó Leonardo.
La fiesta llegaba a su clímax, los pirotécnicos lanzaron, al unísono, el resto de cohetes que les quedaban. El atronador sonido amortiguó la descarga de la pistola de Ernesto, que se alojaba en las entrañas de Leonardo, al tiempo que apenas se pudieron percibir los gritos de Lucía.
-¡NOOO, Leonardo, mi amor!
La muchacha corrió los escasos metros que la separaban de su amado, quien yacía tirado, mientras los charcos de la lluvia se teñían de color rojo.
Esa es la historia que escuché que su comadre le platicó a mi mamá. Lo que sí me consta es que en el lugar donde cayó Leonardo, su familia construyó un barandal, como si fuera una tumba, que siempre veía con flores frescas, a pesar de que han pasado muchos años del asesinato del muchacho.
La justicia nunca detuvo a Ernesto, aún lo he visto sentado en la puerta de su casa, asoleándose; ya es un anciano.
Lucía nunca se casó, es más, creo que nunca tuvo otro novio. La pérdida de su amor por Leonardo hizo que estuviera muerta en vida. A veces sale de su casa, siempre va vestida de negro, su cabello ya es blanco y empieza a caminar lento y encorvada. La vida es inexplicable.
Todo esto se lo platico, Marquesa, porque cuando todos los que, de una manera u otra, fuimos testigos del trágico amor de Lucía y Leonardo, también muramos, se olvidará lo ocurrido. Yo no quiero eso. Creo que debemos conservar las pequeñas historias de la gente cotidiana, ésa es la sal y la pimienta de la vida.
Creerá usted que lo que le platico yo lo inventé, pero no, es verdad. No crea que me fusilo a Romeo y Julieta, esto ocurrió en mi pueblo, tal y como se lo cuento. Algunas películas han recreado la tragedia de Verona, como West Side Story, Romeo + Juliet, Romeo must die, Bollywood Queen, y muchas más, pero lo mío fue real: Lucía y Leonardo existieron (aunque he cambiado los nombres), si bien mucha gente ya no se acuerda de ellos, es más la reja que le digo ya no existe, de un día para otro, la quitaron. Así es la vida, como usted misma dice, las historias se repiten, sólo cambian las personas y las circunstancias. Los hombres y sus circunstancias, esa es la vida ¿o no, Marquesa?… ¿Es todo?” CLICK.