Sollozando, el joven permanecía acurrucado sobre la colchoneta, en un rincón de la habitación, carente de todo mobiliario. ¿Cuántas horas habían pasado? dos… tres… no lo sabía; lo único cierto era que cada vez que su actual pareja, un hombre mucho mayor que él, llevaba al departamento a la nueva conquista, él tenía que dormir en el suelo.
No se había percatado de cuándo las risas y el ajetreo dejaron de escucharse en la habitación contigua, pero ahora, el silencio era su cómplice para que, en tropel, sus recuerdos se hicieran presentes.
“Soy como soy porque desde niño sólo recibí maltratos de mi madre… ¡era una cabrona!”; cualquier momento era oportuno para justificarse, pero la verdad era que ni él mismo se explicaba por qué toleraba las agresiones de los hombres con los que se relacionaba.
Las imágenes desaparecieron y el joven interrumpió su soliloquio al escuchar que giraban el picaporte de la puerta de la recámara; cerró los ojos, simulando dormir, para no enfrentarse a su reiterada realidad.