La noche apenas había caído, cuando una a una se fueron encendiendo las luces de las viviendas, en un vano esfuerzo por ahuyentar las tinieblas que poblaban las calles de aquella colonia popular, ante la ausencia de alumbrado público.
Solo, recargado a un lado de la puerta de su casa, estaba el hombre, descansando del rudo trabajo de la semana. Como todos los sábados, salió temprano de la “obra”, llegó a su domicilio y, tras el consabido baño sabatino, se puso sus mejores pantalones y su playera favorita, sin mangas para lucir sus brazos forjados en la faena de albañil.
Esporádicamente, el cigarrillo teñía de rojo su rostro, tras lo cual, levantaba levemente la cabeza para lanzar el humo aspirado y ver cómo lo diluía el poco viento que se sentía, en la calurosa noche veraniega.
Las volutas de humo le traían recuerdos de tiempos idos, de tiempos felices, cuando comenzaba a vivir su juventud y las ilusiones estaban presentes; cuando conoció a aquella joven, de la que se enamoró perdidamente.
-No tengo nada que ofrecerte, sólo lo que estas dos manos puedan conseguir: una vida modesta, pero honrada –le había dicho a la muchacha, cuando le pidió que se fueran a vivir juntos.
Fueron meses de tranquilidad y alegría, la cual se incrementó cuando ella le dio la noticia que iban a ser padres.
“No le des todo el tiempo a tu esposa”, “A las mujeres ‘ni todo el amor ni todo el dinero’” “¡Órale compa! ¡Vámonos a divertir! Toda la semana bien que nos fregamos”, “Las viejas son pa’la casa y nosotros pa’la calle”, “¡No seas mandilón! Algún día te vas a arrepentir”. Muchísimas frases y agresiones tuvo que soportar el muchacho, de sus compañeros de trabajo; sin embargo, no hicieron mella en él: su felicidad era estar con su mujer, acompañarla a la “Central”, a adquirir el “mandado” para la semana, ir a comprarle unos zapatos al tianguis, y muchos pequeños detalles más.
Un día, no faltó quien le dijera:
-¡Ten cuidado! Yo que tú, vigilaba más a tu mujer… No estoy afirmando nada, pero bien dicen que “cuando el río suena…”.
Pero al muchacho ni esos comentarios le importaban, su vida era su familia: él con su mujer, su niña de cuatro años y su niño recién nacido; aunque a sus espaldas no faltaba quien dijera que “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.
Cierto día, al regresar de la “chamba”, no encontró a su esposa, sólo a los niños:
-Papá, mi mamá no ha regresado… se salió desde la mañana y mi hermanito no ha dejado de llorar. Ya le di la mamila, pero no se calla.
Al escuchar las palabras de la pequeña, algo en el interior del hombre cambió, algo le indicaba que su vida se transformaría radicalmente.
“Se lo dije compadre, pero usté nunca escuchó”, “Dicen que la han visto en el mercado de la colonia vecina”, “Escuché a las mujeres decir que se había ido con otro hombre”, “A las mujeres no les gustan los hombres mandilones, a ellas les gusta la mala vida”, “… desde hace mucho tiempo andaba con ese hombre”, “Cuando usté estaba trabajando, dicen que salía muy arregladita y dejaba encerrados a sus hijos”. Ya no escuchaba lo que la gente le señalaba, sentía un enorme vacío en el pecho y unas ganas infinitas de correr hasta quedar exhausto, para no pensar más.
-Papá, ya tengo sueño, vamos a dormirnos –las palabras de su hija, lo sobresaltaron.
-Claro que sí hija, vamos a cenar y a dormirnos. Dios mediante, ¡mañana será otro día!