La mañana en que Pedro Infante se mató en aquel accidente aéreo ocurrido en la ciudad de Mérida, era la correspondiente al Lunes Santo del 15 de abril de 1957. Mi madre me contó que ese día México se enlutó por una pena que acongojó y detuvo a la ciudad. Por doquier se dejaron escuchar en los aparatos de radio y las consolas, a manera de sentido tributo por su pérdida, las canciones del artista sinaloense, quien vino al mundo un 18 de noviembre de 1917 en el puerto de Mazatlán, aunque Guamúchil lo ha reclamado como su hijo predilecto.
Algunas mujeres le lloraron, pues le querían y estimaban como a un novio, un hijo o un sobrino; no faltaron los hombres que hicieron lo mismo, inconsolables: veían en él a un amigo, un compadre, un hermano, inclusive un salvador quien les regalaba dinero. Es verdad que la tragedia cimbró también a otros países de América Latina, en donde siete jóvenes enamoradas del artista, que llevaron su dolor demasiado lejos, decidieron suicidarse para acompañar en el más allá al hombre de sus sueños.
Sabemos que ese mismo día, ante lo desconcertante de la tragedia, comenzó a escribirse la mitología de Pedro, del ídolo inmortal: un hombre joven, en plenitud de facultades artísticas, muerto en un aparatoso percance de aviación. No encontraron sus restos, apenas era visible parte de su rostro, aunque la identificación se pudo obtener gracias a la esclava con sus iniciales que le gustaba usar y a la famosa placa de platino que le injertaron en su cabeza luego de su segundo accidente aéreo. Su cuerpo se redujo por la incineración; prácticamente nada quedaba de aquel atleta consumado que levantaba pesas, practicaba natación, box y remo.
Mi padre recuerda que él tendría escasos ocho años en aquel entonces, y al enterarse por la radio de que la gente se aglutinaba en las calles, deseosa por acompañar el cortejo fúnebre de Pepe el Toro, decidió salir de su casa e ignoró la olla con frijoles que hervían sobre la estufa para hacer valla y ver de cerca la carroza en su trayecto hacia el Panteón Jardín; obviamente, le castigaron: el sencillo alimento se consumió sobre la flama. Pero aún recuerda a todas esas personas que con incredulidad despedían entre gritos y rostros tristes a su artista predilecto.
En cierta ocasión, en ese mismo cementerio, conocí a un retirado agente de tránsito, quien con melancolía recreaba su historia a lado del comandante Infante Cruz. Era el tiempo en que se grababan las legendarias películas de motociclistas: ATM y ¿Qué te ha dado esa mujer? La primera vez que lo vio, no lo reconoció enseguida, pues Pedrito llevaba puestas sus gafas negras y estaba parado a lado de su moto, sobre avenida Reforma, y hacía señales con los brazos. Entonces, se detuvo con su auto; pensó que se trataba de otro compañero de la corporación y se ofreció a llevarlo a la central de mando. No platicaron mucho entonces, sólo del clima y de la descompostura del vehículo. Llegaron a su destino y Pedro se despidió con un apretón de manos. “Gracias por todo, güero.” Cuando un compañero se aproximó con curiosidad, le dijo: “¡Míralo! ¡Conque de chofercito de Pedro Infante y toda la cosa!” Su desconcierto fue real: no sabía que se trataba del actor. Ya tiempo después, cuando lo volvió a encontrar con otros agentes de tránsito, pensó que no lo saludaría. Aunque al mirarlo, el astro le dijo muy amable y emotivo: “¿quiúbolas, güero? ¿Ya listo para el trabajo?”
El beisbol era un deporte que al Muchacho Alegre le encantaba. No sólo verlo sino practicarlo y patrocinarlo con su dinero para que un grupo de niños capitalinos enfocara su tiempo en cosas provechosas. Es verdad que a don Ernesto Islas le desborda la emoción al hablar de su cercanía con el popular cantante. Infante algunas veces jugaba con ellos y les regalaba los bates, las pelotas y sus guantes. Aunque en realidad, el actor era un niño en cuerpo de adulto: los hijos de la fallecida actriz Marga López lo recuerdan como a uno de sus camaradas con el que se divertían al jugar a los bandidos en los estudios de cine.
Y sí, el Nene, como lo llamaba su primera esposa María Luisa León, era un travieso de los pies a la cabeza. Amparito, quien en vida fue la presidenta del Club de Admiradores de Pedro Infante y su amiga por más de dieciséis años, lo recordaba como a un hombre que le jugó una que otra broma. Cuando la convenció para que fuera extra en la película Las mujeres de mi general, la llevó a que se pusiera las faldas de soldadera e hiciera bola y bulla en las tomas exteriores. En regalo por su participación, le obsequió una pulsera y le dijo que era de oro. Ella no quería aceptarla, pues su cercanía con él no obedecía al interés. Finalmente, la convenció de que la usara. Se dio cuenta con el paso del tiempo de que era una pieza de cobre que daba el ‘gatazo’. Ella recordaba ese episodio con gusto y le ganaba la risa: “¡Ese Pedro me la hizo buena, el muy canijo!”
Esa misma señora me relataba, con toda seriedad, que Infante le hizo un milagro: fue durante una operación de alto riesgo a la que se sometió. Antes de que la intervinieran, levantó la vista y exclamó: “¡Ay Pedro! ¡Échame una manita para que siga realizando tu homenaje en el panteón, tal y como te lo prometí al pie de tu tumba!” Y al parecer, fue escuchada. Aunque ella era consciente de que un día la muerte llegaría a visitarla: lejos de temer a dicha certeza, fue sincera al aceptar que en el más allá seguiría haciendo su ‘argüende’ con él.
Milagroso o no, Pedro solía aparecer sobrenaturalmente en aquellos lugares que frecuentó en vida. En la antigua disquera Peerless, hoy ya desaparecida, acostumbraba gastar bromas a otros cantantes. Su fantasma jalaba del cabello al baladista Mario Pintor, si él hablaba mal del antiguo carpintero. En ese lugar, los técnicos contaban que cuando se daban a la tarea de remasterizar sus antiguos éxitos musicales, alguien, inexplicablemente, apagaba los instrumentos digitales y desconectaba la corriente eléctrica de las consolas. Lejos de ese inmueble, en los antiguos Estudios Churubusco, vieron su sombra por los foros de grabación y por los pasillos. No sólo ahí se daban sucesos paranormales, sino también en su antigua casa de Toluca, en donde se cree que vivió los años más felices en compañía de su segunda esposa, la actriz Irma Dorantes, acompañados de su hija Irma. Antes de que ese predio fuera demolido, se escuchaban ruidos extraños durante la madrugada, como si él aún construyera los pisos de madera del gimnasio o las caballerizas que tenía planeadas.
Sin embargo, yo nunca pude ver su fantasma en la casa de Mérida, Yucatán, hoy convertida en hotel. Me aventuré durante la madrugada entre los pasillos de la antigua construcción, me deslicé hacia su piscina y no conseguí nada. Deseaba verlo aunque fuera unos segundos, escuchar su grito alegre o sus silbidos, pero no fue así. Sólo los murmullos de los recuerdos se abrían paso. Me asomé al que fura su gimnasio, pero lo único que encontré fueron sus fotografías que pendían de las paredes deterioradas. Muy diferente lo sucedido a la mañana siguiente en la cochera, sitio donde estuvo su ataúd para ser velado por familiares y amigos. Cuando me mostraban el área en donde tanta gente montó guardias de honor y lloró por su muerte, una fuerza cerró la puerta con brusquedad y ni siquiera había corrientes de viento. Mi acompañante me miró y dijo en tono jocoso: “¡Pedrito no nos andes espantando!”
Y es que aún las personas que no lo conocieron en vida guardan una anécdota de él en ese sitio. Quien es el tercer propietario, asegura que éste le trae recuerdos de su novia: “Sólo compré el predio porque a ella le encantaban las canciones y las películas de Infante.” Recuerda que ella lo observaba pasar en su motocicleta todas las mañanas: la gente agitaba sus manos para saludarlo cuando lo escuchaban atravesar a toda velocidad las calles de la ciudad blanca. Y ahí iba, sonriente, con la brisa caliente que le pegaba en el rostro.
Si uno se aventura de paseo en la plaza de esa hermosa ciudad, casi en la mayoría de los negocios puede observarse alguna fotografía del astro cinematográfico. Son imágenes que hoy llamamos inéditas: Pedro con un helado entre sus manos, Pedro sentado en alguna jardinera; Pedro rodeado por amigos o vecinos con los que platica; etc. Si uno pregunta por él, no faltan los testimonios de la gente anciana que lo rescatan del olvido con sus palabras. Ahí vive el joyero que diseñó su esclava con la que le identificaron entre los escombros del avión despedazado. Dos días antes del percance, me cuenta, levantó pesas en el gimnasio de la casa hoy conocida como Hotel Boulevard Infante. Hicieron ejercicio, pero lo notó un tanto ansioso, como preocupado. Y no sería para menos, pues se enteró que la Suprema Corte de Justicia había declarado nulo su matrimonio con la señora Irma Dorantes, su Ratoncito, como amorosamente le llamaba. El día anterior a la tragedia, Domingo de Ramos, afirma que viajaron en una avioneta junto con el capitán Víctor Vidal hacia Isla Mujeres y Tulúm. Pedro tenía ahí propiedades o pensaba comprarlas, no lo recuerda ahora con certeza.
La mañana en que se mató, Pedro deseaba regresar a la capital para arreglar ese delicado asunto que no lo dejaba en paz. No se explicaba por qué María Luisa León procedía en forma desleal cuando, según él, ya habían pactado un arreglo económico que les permitía ser libres. Cuando la aeronave se desplomó y dejó regados peces, telas, partes del fuselaje y combustible, dicha pregunta quedó en el aire. Los titulares de los periódicos, al día siguiente, cabeceaban: “La muerte se lo quedó.” Como si fuera el epitafio más justo para la lápida de su tumba.
Han pasado ya 58 años de esos sucesos, pero la figura de Pedro Infante sigue intacta. Aún canta muy bien los boleros que conquistan a nuevas generaciones; actúa de maravilla y nos hace contener el aliento cuando llora la muerte de su hijo calcinado; al mismo tiempo, nos hace reír con sus ocurrencias o dichos. Aún nos interesa saber más detalles de lo que fue su vida de ensueño; aún desplaza en las encuestas de popularidad a poetas, políticos, deportistas y héroes de la patria. A pesar de conocerlo sólo a través de biografías, anécdotas y testimoniales nos hacemos las mismas preguntas: ¿cuál era el carisma de Pedro?, ¿por qué no podemos olvidarle?, ¿por qué no envejece en la cultura popular de México como ha sucedido con otros artistas de ese tiempo?
Ciertas personas creen, por increíble que parezca, que él no se mató ese 15 de abril, sino que fingió su muerte para evadir la justicia porque también era traficante de mercancías. Para otros era un hombre nuevo, con otra identidad, que allá por los lejanos años 80 le dio por reaparecer en conciertos y convencer a la gente con su voz. Y en ese orden de suposiciones, no falta quien lo creía desfigurado, oculto en alguna montaña: lo sabían solitario y con amnesia, debido a los golpes sufridos en el accidente. ¿En realidad se trataba de él? ¿Quién de tantos “Pedros” de los que se han oído hablar en la leyenda urbana fue el verdadero trovador del pueblo?
Como sea, Infante aún sigue entre nosotros y se mantiene como el ideal de la persona noble, justa y trabajadora, a través de sus distintos personajes. Se sostiene como el mito que nos une a la nostalgia del ayer. Y es que dejó una parte de sí en cada persona que lo llegó a conocer en vida, debido a su calidad como persona, su filantropía, su sencillez, y también, ¿por qué no decirlo?, a sus errores. Pero ante todo, no lo olvidan por ese don de gente, por la humildad que siempre ostentó a pesar de que la fortuna y la fama se le arrojaron como una ola. Se convirtió en una leyenda, en el arquetipo del hombre perfecto. Se transformó en el ser que venció el anonimato y la pobreza para amar a su familia y darles todo lo necesario. Además, es claro que Pedrito nos despierta una profunda admiración y respeto en quienes lo conocimos sólo por sus canciones y películas. Su biografía, que es muy conocida, y que nos muestra la transformación de un hombre simple y anónimo en la gran estrella del espectáculo mexicano, es al mismo tiempo la biografía colectiva de nuestro pueblo. Algo nuevo se descubre en su mito, en su historia, en su leyenda; algo que nos hace identificarnos con él.
Por eso, como cada año, el día 15 de abril se vuelve un peregrinar hacia su tumba. Desde temprana hora, la gente espera a que abran la reja del Panteón Jardín para rendir tributo con el amor y el cariño que le tienen. Algunos interpretan sus canciones y buscan igualar su tono tan peculiar de voz; otros visten como los personajes de sus películas: se abrazan, sonríen y brindan por él. Hay también quienes depositan arreglos florales a los pies de su efigie: le aplauden, lo vitorean; le acompañan hasta la llegada del atardecer.
Pedro Infante se convirtió, sin esperarlo, en el recuerdo generacional de un pueblo que le quiere y le ha beatificado en una devoción muy especial. El paso del tiempo, que casi siempre supone el olvido, no ha podido frenar ese romance. Sigue vivo, y está entre nosotros…