Conocí a Mario cuando era adolescente, su estatura rebasaba, con mucho, el promedio de los muchachos de su edad. Además, a su excesivo peso, aunaba que su oído izquierdo supuraba constantemente un maloliente líquido amarillo, producto de una infección mal atendida, por eso casi nadie toleraba su compañía, excepto yo, pues era mi amigo, mi único amigo; cuando se establece ese vínculo afectivo y se tiene esa edad, todo se tolera a los verdaderos cuates.
Nos conocimos en la secundaria y formamos un dúo de autodefensa contra las agresiones que eran comunes en esa escuela, principalmente en nuestro grupo, donde abundaban los gandayas.
En esa época mi estatura era mínima y era delgado en extremo, por lo que “El Chiquilín”, como apodaban a mi amigo, siempre me defendía, principalmente de Luis, que era el más agresivo y gandaya de todos. Además, mi amigo Mario tenía la habilidad para cansar a los adversarios, pues los envolvía en su palabrería hasta aburrirlos, por lo que terminaban yéndose y asunto arreglado.
Pasamos juntos muchas peripecias, divertidas algunas y peligrosas otras: por todo esto recuerdo a Mario ¡era un muy buen cuate!
Terminada la secundaria, nos alejamos y no había sabido nada de mi amigo hasta que hoy, un vecino me comentó que Mario ha muerto, escuchó que lo encontraron muerto en un callejón. Dicen que fue un “crimen pasional”, como seguramente aparecerá en los titulares de los periódicos amarillistas de mañana; es lo común y la manera más fácil de dar carpetazo al asesinato.
¡Pobre amigo Mario! Ahora sí ya no sufrirás, ni te acomplejarás por tu oreja maloliente… ¡Ah, se me olvidaba decir que “El Chiquilín” era homosexual…!