Desde los albores de su género, el Hombre, para enfrentarse o para rehuir lo desconocido, ha creado rituales, los cuales, junto con la magia, constituyen uno de los primeros estadios de la religión. En efecto, ante la incertidumbre de lo desconocido, y para exorcizar sus miedos, los primeros hombres crearon fórmulas, casi siempre mágicas, que les dieran algo de certeza.
Uno de los hechos más inciertos a los que la humanidad se ha enfrentado es la muerte, la no-vida. Es por esto que desde el hombre “primitivo” (no creo en este término, pero no tengo otro que sea aceptado convencionalmente) hasta la actualidad, las sociedad han desarrollado una serie de costumbres para garantizar la conservación y trascendencia de la “vida”. Dichas costumbres funerarias tienen como propósito primordial preparar el cuerpo del difunto para lo que se cree le espera en “el más allá”, así como recordar su vida terrena y crear un espacio donde expresar el dolor por su pérdida; es decir, a través de los ritos, de eminente significado religioso, se constata el hecho de la desaparición física de la persona y se exalta su memoria.
Es por esto, que se considera a los humanos ajenos a otros animales, porque hemos desarrollado la noción de conciencia y elaborado un complejo patrón ritual y una concepción de “la vida más allá de la muerte”.
Con base en esto, en esos lejanos tiempos prehistóricos, el cuerpo del difunto era sepultado con los atavíos que lo identificaban y que le daban un status dentro del grupo social, así como con utensilios que pudiera necesitar en la otra vida; los descubrimientos arqueológicos evidencian esto.
En el mundo Antiguo, una de las civilizaciones más representativas, la egipcia, desarrolló complejas costumbres funerarias, donde la creencia en la inmortalidad, es decir en la existencia de una “vida” después de la presente, hizo necesaria la práctica de la conservación de los restos humanos, mediante procesos de momificación y elaborados rituales de enterramiento que culminaban con el depósito del difunto en tumbas piramidales (para los dignatarios y faraones), acompañadas por objetos suntuarios y utilitarios. De igual forma, para su intrincado mundo religioso estructuraron un universo de dioses al que accedía el difunto, tras un largo juicio donde exponía sus argumentos, que llevaba escritos (Libro de los muertos), a fin de evitar el castigo y asegurar la inmortalidad.
En esos lejanos milenios, además del faraón Akenatón, también conocido como Amenhotep IV, y que gobernó de 1353 a 1336 A. C., el pueblo judío estructuró una religión basada en el monoteísmo, es decir, en la creencia de un Dios único y con la actitud de que la muerte es un proceso natural de la existencia, así como de que al término de los tiempos, los muertos resucitarán para no morir más. La vida es un valor supremo, cuya preservación permite la violación de algunos preceptos socio-religiosos; asimismo en esta religión se prohíbe la cremación.
Con el arribo del cristianismo, como “religión universal” y heredera del judaísmo, las religiones locales de occidente se vieron mermadas. En las religiones cristianas, entre las que destaca la católica, existe la creencia en que el “alma”, tras la muerte, efectúa un viaje hacia el “cielo”, el “infierno” o el “purgatorio”, dependiendo de las acciones realizadas durante la vida. En ellas el concepto de “pecado” ocupa un sitio especial. Al igual que el judaísmo, se espera un Juicio Final, tras el cual los muertos resucitados ya no morirán. Entre los rituales funerarios más destacados tenemos la extremaunción, el luto, que se inicia con la preparación del cuerpo del difunto, su velorio y la sepultura o cremación de los restos mortales.
En el oriente sobresalen las religiones budista e islámica. La primera difunde la idea de la vida eterna, a través de la reencarnación, para lo cual es necesario transcurrir en el mundo terrenal en paz mental y espiritual (actitud positiva), sin causar daño a los otros seres vivientes. El tránsito de la muerte debe ser asumido con tranquilidad, asistido por algún monje. En el islamismo la muerte es la consecuencia natural de la vida y el proceso mediante el cual se accede a la existencia verdadera; se prohíbe la cremación y, al igual que en el judaísmo y el cristianismo, se sostiene la idea de un Juicio Final y la resurrección de los muertos.
En el ámbito precolombino, y particularmente en el área mesoamericana, el desarrollo de las diversas culturas que lo poblaron, permitió arribar a un sistema de ideas y creencias religiosas de suma complejidad. A manera de ejemplo, recordemos algunas de las prácticas funerarias de los mexica, la civilización cimera al momento del arribo de las tropas invasoras españolas, en el siglo XVI.
A diferencia de la religión judeo-cristiana que impusieron los invasores europeos, donde el comportamiento terreno era fundamental para el destino del “alma”, para el mesoamericano, esto era secundario, las condiciones en que moría la persona era lo trascendental; así, tras la muerte, el “alma” tenía tres posibles destinos:
- Las mujeres que morían durante el parto y los guerreros que fallecían durante la batalla y los cautivos que eran sacrificados, acompañaban al Sol, Tonátiuh, en su camino celeste (durante el día). Después de cuatro años, esos guerreros muertos “[…] se tornaban en diversos géneros de aves de pluma rica, y color, y andaban chupando todas las flores así en el cielo como en este mundo, como los zinzones lo hacen.” (Sahagún, T. I, 1969: p. 298).
- Los que morían en eventos relacionados con el agua, iban al norte, al Tlalocan, el “paraíso de Tláloc” (dios de la lluvia), “[…] en el cual hay muchos regocijos y refrigerios, sin pena alguna; nunca jamás faltan las mazorcas de maíz verdes, y calabazas y ramitas de bledos, y ají verde y jitomates, y frijoles verdes en vaina, y flores; […] Y los que van allá son los que matan los rayos o se ahogan en el agua, y los leprosos, bubosos y sarnosos, gotosos e hidrópicos; y el día que se morían de las enfermedades contagiosas e incurables, no los quemaban sino enterraban los cuerpos de los dichos enfermos, y les ponían semillas de bledos en las quijadas, sobre el rostro; y más, poníanles color de azul en la frente, con papeles cortados, y más, en el colodrillo poníanlos otros papeles, y los vestían con papeles, y en la mano una vara.” (íbid, p. 297). Digno de mención es el mural teotihuacano que representa el Tlalocan, donde se observan hombres nadando en ríos colmados de peces, mientras que otros danzan, tocan instrumentos, cantan o persiguen mariposas, en un lugar de felicidad (en el Museo Nacional de Antropología hay una reproducción de dicho mural, en la Sala Teotihuacana).
- Todos los demás, los que morían por enfermedad, sin importar si eran altos dignatarios o gente muy pobre, tenían como destino el Mictlan, la región de los muertos, que se localizaba en el inframundo, donde “reinaba” Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl. Al momento de morir, le decían al difunto una alocución que se iniciaba con: “¡Oh hijo! Ya habéis pasado y padecido los trabajos de esta vida; ya ha sido servido nuestro señor de os llevar, porque no tenemos vida permanente en este mundo y brevemente, como quien se calienta al sol, es nuestra vida; hízonos merced nuestro señor que nos conociésemos y conversásemos los unos a los otros en esta vida y ahora, al presente ya os llevó el dios que se llama Mictlantecutli, y por otro nombre Aculnahuácatl o Tzontémoc, y la diosa que se dice Mictecacíhuatl, ya os puso por su asiento, porque todos nosotros iremos allá, y aquel lugar es para todos y es muy ancho, y no habrá más memoria de vos […]” (íbid, p. 293).
Al término del discurso, los ancianos cortaban papeles y con ellos vestían al difunto, al tiempo que derramaban agua en su cabeza, diciéndole que esa agua le serviría para el camino que tendría que emprender. En cada momento del ritual se recitaban frases mágico-religiosas. Posteriormente se amortajaba al muerto, con mantas fuertemente atadas, advirtiéndole que en su camino encontraría una culebra, una lagartija verde y tendría que atravesar ocho páramos, ocho collados, cuidarse de un viento de navajas (itzehecayan) que destruía todos los despojos de los cautivos, sus armas y su equipaje. En el caso de las mujeres, quemaban todos sus utensilios con que tejían y todas sus ropas, para que las protegieran de ese viento destructivo.
Además, “[…] hacían al difunto llevar consigo un perrito de pelo bermejo, y al pescuezo le ponían hilo flojo de algodón; decían que los difuntos nadaban encima del perrillo cuando pasaban un río del infierno que se nombra Chiconahuapan.” (íbid, p. 295)
Al llegar frente a Mictlantecuhtli, el difunto le presentaba lo que llevaba de ofrenda: los papeles cortados con que lo habían adornado, manojos de teas, perfumes, hilos de algodón, mantas y su ropa, que había sido quemada en la dimensión terrenal. He aquí la importancia de enterrar a los difuntos con la ofrenda que ofrecería a la deidad.
A los ochenta días de la muerte de la persona, sus restos eran quemados; lo que quedaba se volvía a quemar al año, a los dos, tres y cuatro años. En esos años, junto a los despojos, se colocaban ofrendas para que el difunto las presentara ante el dios subterráneo.
Al cuarto año, y tras cumplir todos los rituales, el difunto salía de la presencia de Mictlantecuhtli y recorría los nueve niveles que formaban el inframundo hasta llegar al río mencionado antes, en cuya orilla opuesta se encontraban varios perros, si el suyo lo reconocía como su amo, se lanzaba al agua y nadaba hasta la otra orilla para cruzarlo a cuestas. Así, finalmente llegaba a Chiconaumictlan, donde se acababan los difuntos.
Los huesos del difunto eran colocados dentro de una olla, la cual era enterrada en una habitación de su casa, donde diariamente le depositaban ofrendas.
Mucho más podríamos anotar sobre los orígenes de la ofrenda tradicional mexicana, pero el espacio disponible nos indica que es hora de poner un punto final, para preparar todo lo necesario para la ofrenda familiar.
Consideramos que tenemos la obligación de transmitir a los más jóvenes, nuestros valores, nuestras tradiciones, nuestra visión del mundo, en síntesis, nuestra Cultura. Otrora se estimaba que cuando un pueblo invadía a otro, lo hacía por la vía militar; sin embargo, ahora se utilizan formas más “sutiles”, como la penetración cultural promovida, entre otros agentes más, por los medios de comunicación y, lo que es peor, por las instituciones “educativas” (vulgo “escuelas”) que ahora ven “natural” hacer una grotesca mezcla del “Día de Muertos” y el “Jálogüin”; mientras que el primero tiene como propósito recordar y venerar a nuestros difuntos, el segundo sirve para perpetuar que en una época, los anglos se dedicaron a quemar a los y las diferentes, por el simple motivo de ejercer otros rituales: las y los etiquetaban como “brujas” y las sacrificaban. La diferencia es obvia, pero cada quien su compromiso sociocultural.
NOTA. Todas las citas corresponden al legado de Fray Bernardino de Sahagún, que ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO e inscrito en la “Memoria del Mundo”, recientemente. No puede haber orgullo más justificado que conocer y valorar la heredad que conformaron nuestros antepasados y que nos corresponde acrecentar y respetar. Emulando una frase muy conocida, digo: una comunidad (o un pueblo) que no conoce sus orígenes, su cultura y la vivencia en su acción propositiva y CONSTRUCTIVA, no merece pertenecer a ese linaje y está expuesto a la transculturación extraterritorial, de la que, en nuestros días, muchos presumen supinamente.
SAHAGÚN, Fray Bernardino de. Historia General de las Cosas de Nueva España. 4 volúmenes. Editorial Porrúa. México. 1969.