Tuve la oportunidad de presentar por segunda ocasión mi libro de cuentos Aquella voz secreta. Esta vez, el escenario fue el Club de Periodistas de México, en el centro histórico del Distrito Federal. Como una manera de agradecerles a quienes estuvieron conmigo, y aun a quienes estuvieron sin estar allí, les comparto las palabras que escribí para tan feliz evento:
Desde hace muchos años he tenido la fortuna de recorrer este país, de conocer sus lados buenos, sus facetas luminosas, pero también sus ángulos melancólicos y aun terribles. Cada uno de sus rincones – y esto es verdad, no exagero – cada uno de sus rincones me ha llenado la imaginación de ilusiones y fantasmas.
En México todo está vivo, hasta la muerte. La tristeza se junta con el júbilo, del mismo modo que un beso puede derramarse en un llanto inconsolable. País de contrastes donde los sueños pasan caminando por la calle, a la vista de todos, agarrados de la mano.
Aquí todo es posible. Aquí el dolor de Frida Kahlo se vuelve explosión de moda y de color. Aquí la Revolución se inventa, se hace bolas y se santifica plasmándola en los muros. Aquí un volcán puede nacer en pleno campo michoacano y arrebatarle las ansias de vivir a tanta gente. Aquí leemos poco, pero todos inventamos una historia siempre, a cada rato. Aquí, entre chapulines y tortas de jamón, se encuentra el único castillo construido en el continente americano. Aquí también se apareció de pronto, y a la vista de todos, un soldado español que un segundo antes se encontraba de guardia en las Filipinas.
Aquí las tragedias se aguantan, se llevan sobre el lomo, se sopesan. Total…
Antes del arribo de los españoles, una serie de señales sobrenaturales avisaron a los mexicanos que el fin estaba cerca. Una de estas señales fue el grito de una mujer que de noche lloraba por sus hijos. Aquí los héroes son de bronce. Fray Servando, por el contrario, se volvió momia y su cuerpo fue vendido en Argentina o extraviado en alguna parte. Aquí la educación primaria es gratuita y laica porque así lo ordenó el dictador que perdió más de medio México, y los colores de nuestra bandera son tres porque así se le ocurrió a un sastre de Iguala.
Aquí, en nuestra patria, el águila se posa sobre un nopal a devorar serpientes. Aquí creemos todo: que una vidente pueda resolver un crimen, que un minero con una losa amarrada muy bien sobre la espalda es capaz de jugarse su destino, que a un forajido lo hayan capturado porque lo sorprendieron zurrando detrás de una nopalera, que el cuerpo de un famoso delincuente bien vestido haya desaparecido y que se comience a extender el rumor de que no murió, sino que burló a la muerte, igualito que como logró escapar de San Juan de Ulúa.
Aquí un sacerdote puede ser un luchador, un presidente bien puede defender nuestra moneda como un can enfurecido, los líderes sindicales tienen el derecho divino a volverse millonarios, y la participación ciudadana se promueve bajo el eficiente esquema del “coopelas o cuello”. Aquí el diablo le avisó a un conocido comerciante que su mujer le era infiel, por eso al pobre de don Juan Manuel no le quedó de otra más que comenzar a asesinar al primero que se le pusiera enfrente.
Aquí, sin mayor problema, el presidente Díaz ordenó que las vías del ferrocarril se plantaran cerca de la ventana de Juana Cata para que él, al pasar, pudiera descender y darle un beso a su misteriosa amante y después continuar su viaje a la ciudad, ya con la boca llena de emociones.
Sí, es verdad: aquí hasta el más chimuelo masca rieles.
Aquí conviven el Negrito Poeta con el Jamaicón Villegas, la Condesa de Malibrán con la Monja Alférez, el Charrito Pemex con Agapito Treviño, el Ánima de Sayula con la Mulata de Córdoba, el Profesor Zovek con la China Poblana, Pepe el Toro con Bretón, Kalimán con Luis Buñuel, y Yolanda Vargas Dulché con Trotsky o Mantequilla Nápoles.
¿Qué es real y qué es ficticio? Lo real es esta pena, mano, lo ficticio es el dolor. En México todo es bullicio, total, para qué llorar. Más se perdió en la guerra.
Este país al que amo y que tanto me fascina me ha llenado la imaginación de historias. Por eso, para mí, fue una necesidad escribir este libro. Aquella voz secreta es una colección de voces y de ecos, un murmullo que corre arrastrado por el viento, que azota las ventanas con su soledad o lleva de un lado para el otro la hojarasca de este cementerio.
En este libro hay personas reales. Yo las vi. Las encontré en medio de montes y ciudades. En estas páginas están plasmadas las emociones que tanto me marcaron al mirar a un anciano sentado frente a su casa de madera. Una casa, como tantas otras, perdida en lo más espeso de la sierra. Y ésa, su mirada antigua, extraviada en alguna parte, junto con toda la esperanza.
Yo escuché lo que esa gente tenía que decir, me sumergí en sus historias simples, en los recuerdos de su infancia. En sus penas, en sus dificultades, en su gran remordimiento. En este libro están las vidas simples de personas simples. Ninguno de mis personajes descubrirá oscuras conspiraciones que pueden acabar con el mundo, ni mucho menos enfrentará una invasión de furiosos zombis come humanos. No, lo siento, nadie tiene una cicatriz en forma de rayo al centro de la frente. El único niño que protagoniza una historia está inspirado en la infancia de mi papá y sus vivencias en Ciudad Juárez.
En cambio, todos ellos, los personajes que yo inventé basado en lo que he visto y escuchado, en lo que me han platicado al oído los fantasmas que habitan debajo de mi cama desde que recuerdo, todos ellos tienen algo que contar, algo que de alguna u otra manera sucedió y sigue sucediendo.
Aquí, en estos cuentos, están las historias de mi familia, los recuerdos de gente anónima a la que miré a los ojos, pero también mis ocurrencias entre largas noches de desvelo. Y, desde luego, paisajes. Escenarios que me han impactado de manera abrumadora.
La sierra de Michoacán con sus miles de árboles talados, los montes del estado de Guerrero y su calor imbatible, los pueblos cristeros de Jalisco plagados de fantasmas y de tesoros escondidos, la huasteca pedregosa de Nuevo León que se ha convertido en guarida de maleantes, las barrancas infrahumanas donde sobreviven en la pobreza decenas de familias en el estado de Puebla, las campanas resonando de día y de noche en Tlaxcala, los entierros dolorosos en medio de maizales o de zonas implacablemente áridas, las grutas donde dicen que se pasea la muerte, la injusta soledad que rodea al pueblo de Almoloya, los ríos en el fondo de barrancas donde los deslaves dejan al descubierto puntas de flechas de obsidiana, los merolicos en las plazas de todas las ciudades que venden productos milagrosos y muestran víboras y zarigüeyas, y la manera en la que un grupo de personas se comunica en la sierra, a base de chiflidos.
Uno oye de aquí para allá esos chiflidos, pero jamás logra encontrar quién los emite ni quién los responde. Y sin embargo, por allá, entre los árboles o cañadas, sobre los acantilados, hay alguien, hay muchos, observando, comunicándose, advirtiéndonos algo a quienes tenemos el descaro de pisar esos terrenos.
Pueblos fantasmas en Hidalgo, pueblos olvidados en el Estado de México, pueblos sumergidos en el agua de Campeche o de Tabasco, pueblos de aire y aserrín, sonrisas apagadas, niños que corren desnudos a lo largo del camino. Y, eso sí, la esperanza de que un día – quién sabe cuándo – las cosas van a mejorar.
Este México es el que he tenido la fortuna de conocer, al cual amo, el que me cautiva. Hoy lo comparto con ustedes por medio de estas treinta historias de madera, las cuales escribí porque un día sentí la necesidad de hacerlo.
Les agradezco a todos por estar aquí, y también aquí, entre los pliegues transparentes de mi corazón.