Eloísa trataba de no hacer ruido alguno; a esa hora de la noche ella y sus padres ya estaban recluidos en sus habitaciones, acostumbraban dormirse temprano. Por eso, sentada en el sillón de su recámara, casi sin moverse, esperaba a que no se escuchara ruido alguno, no quería que la sorprendieran y se enteraran de su secreto, que era sólo de ella y no estaba dispuesta a compartirlo con nadie.
La muchacha era hija única y desde que aprendió “las primeras letras”, aún antes de ingresar a la escuela primaria, consumía su tiempo en la lectura de cuanto libro le daba su padre y, poco a poco, escribiendo breves “cuentos” de dos o tres renglones. Con el paso de los años esa afición se acentuó. Mientras que sus conocidas se reunían con jovencitos de su edad, ella prefería quedarse en casa a leer o escribir. Cuando cumplió quince años, su padre le obsequió una atractiva libreta de pastas de piel, “para que lleves tu diario”, le había dicho el hombre.
“Ay hija, no sé por qué no sales a divertirte con tus amigos, siempre encerrada en tu cuarto. Aprende a Tollita, la hija de tu madrina, ¡creo que ya hasta novio tiene!”, le decía su madre, provocando que el padre arqueara las cejas y erizara sus tupidos bigotes, como muestra de desagrado por el comentario. Eloísa sólo se concretaba en sonreír. Después de tanto apremiar y tener la misma respuesta, la madre dejó de insistir.
“Deben pasar de las once, lo más seguro es que mis papás ya estén bien dormidos”, se dijo Eloísa. Sigilosamente, se levantó, con mucho cuidado giró la llave de su armario y se inclinó buscando algo, en el rincón más recóndito. “¡Aquí está!”, musitó la muchacha cuanto tuvo entre sus manos su tesoro más preciado, su “Diario”, su compañero y confidente desde hacía varios años.
Con él en las manos, se recostó en la cama, desató el listón de seda con que aseguraba que estuviera vedado a ojos extraños; sus dedos recorrieron las lustrosas pastas de piel y lo abrió donde otro listón, éste de algodón y de color azul, marcaba la página que debía utilizarse.
Durante algunos minutos, Eloísa permaneció absorta ante la blanca página. “Creo que esta noche las musas no quieren llegar”, se dijo, suspirando, “Veamos que encontramos, mientras llega la inspiración”. Al azar, regresó un puñado de hojas y leyó:
Las oscuras calles
ignoran mi presencia,
sólo el viento
me trae recuerdos
de tu aroma.
“¡Cómo ha pasado el tiempo!”, se dijo sonriente ante las palabras escritas hacía más de veinte años, cuando iba en la preparatoria, y tras haber leído un libro de poemas japoneses, no recordaba cómo se llamaban, pero que con el mínimo de palabras, evocaban sentimientos, emociones, escenas, y que le sirvieron de motivación para ella hacer lo propio. “A ver qué otra cosa más encontramos”, expresó, abriendo el diario en otro lugar.
Camino solitario
la brisa me trae tu nombre,
extraño tu presencia.
“Ya ni me acordaba de esto.” Nuevamente sus dedos se deslizaron entre otras páginas:
Las gotas de lluvia
refrescan mi mente,
erosionan mi corazón.
Y una página más:
Miro por la ventana,
la tarde cae:
me faltas tú.
Después de leer varias páginas, Eloísa, nostálgica, exclamó: “Creo que a las musas no les toca visitarme hoy”. Se levantó y depositó su preciado tesoro en el escondite del armario; regresó a la cama y penetró entre las suaves y tibias sábanas, estiró el brazo y jaló del cordón de la lámpara. La habitación se sumió en la más profunda oscuridad.
(Hasta el próximo viernes)
Referencia fotográfica: www.soycarmin.com