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Recreación romántica del fusilamiento de Fernando Maximiliano y sus cercanos colaboradores; obra del pintor francés Edouard Manet. Obsérvese que el ·emperador” aparece al centro, lo cual no fue cierto; lo mismo ocurre con el sombrero que porta el “emperador”, el cual se quitó antes de ser fusilado. esacademic.com
Por Maximino Escamilla Guerrero.
En septiembre de 1866 los sueños imperiales de Fernando Max y Carlota Amalia se derrumbaban: ésta, inútilmente, se entrevistaba con las coronas política y religiosa en la vetusta Europa, mientras que él, a punto de abdicar fue convencido por su consorte de que lograría que Napoleón III continuara apoyándolos y que el Papa Pío IX firmara un concordato. Vanas ilusiones.
Qué lejanos parecían los días en que los conservadores mexicanos tejieron sus urdimbres ante las monarquías ultramarinas para que se enviara un príncipe que gobernara estas tierras “sumidas en la guerra y la miseria”, como alguno de ellos argumentara. ¿Dónde estaban ahora José María Gutiérrez de Estrada, Joaquín Velásquez de León, José M. de Landa, Ignacio Aguilar, Adrián Woll, Antonio Escandón, Ángel Iglesias, José Hidalgo y tantos otros mexicanos conservadores que suplicantes se hincaron ante las testas coronadas?
Sin embargo, aunque el joven emperador lograra abdicar ¿qué conseguiría? Había renunciado a la línea de sucesión del imperio austro-húngaro, cuando aceptó la “corona mexicana”, ante la inflexibilidad de su hermano, el actual emperador Francisco José. Tal vez continuar sus viajes como en sus años juveniles o seguir incrementando sus colecciones biológicas, entomológicas en particular, recluyéndose en su recóndito castillo de Miramar, en espera de la vejez, en compañía de Carlota.
Ante tan desolador panorama, el “emperador” manda reunir, en Orizaba, Veracruz, a los dieciocho consejeros que conformaban su Consejo de Ministros a fin de decidir el futuro del imperio. Las presiones de los conservadores son muchas, en especial de Teodosio Lares. El lugar de la cita, la hacienda de los Bringas. Allí, el 28 de noviembre de 1866, diez de los consejeros votan contra la abdicación. Maximiliano está en un callejón sin salida, aunque ya había mandado a Europa sus pertenencias y su archivo personal.
Al inicio de enero de 1867, Fernando Max regresa a la ciudad de México y se hospeda en la hacienda de la Teja, ante la imposibilidad de hacerlo en la residencia imperial, el Castillo de Chapultepec, ya que la servidumbre, al creer que el “emperador” había salido del país, había depredado el sitio.
“[…] No puedo por menos de aprobar enteramente tu resolución de quedarte en México a pesar de tu deseo, tan natural, de acudir junto a Carlota, pues así has evitado la apariencia de haber sido expulsado (cosa que tú, de facto, siempre hubieses evitado, puesto que, como me dijo Herzfeld, estabas decidido, en caso de necesidad, a poner tu corona en manos de la nación), y ahora que te retiene en tu nueva patria tanto amor, simpatía y agradecimiento y, sin duda, también el miedo a la anarquía que vendría después de ti, sólo puedo alegrarme y desear que los ricos del país hagan posible que permanezcas en él y perseveres en tu obra. […]” (Esta cita y las siguientes textuales, en: CONTE CORTI, Egon Caesar. Maximiliano y Carlota. Fondo de Cultura Económica. México. 1971. pp. 552-553), le escribiría su madre, la archiduquesa Sofía. Su hermano Luis también respaldaba su decisión de no abdicar.
Poco a poco las fuerzas liberales van recuperando territorio (no ha faltado quien ha dicho que con el apoyo de los Estados Unidos de América), por lo que Fernando Max, y sus secuaces conservadores, apoyados por un ejército de ocho mil elementos, decide trasladarse a la ciudad de Querétaro, para preparar el ataque contra Juárez; sin embargo, los ejércitos del Benemérito sitian la ciudad el 13 de marzo de 1867. Ya el 5 de febrero, las tropas francesas habían evacuado la capital del país.
En un vano esfuerzo, el fallido “emperador”, envía en los últimos días de marzo, un efectivo de mil hombres, al mando de Márquez, en busca de refuerzos. Inútil decisión. Tras un cruento cerco, el 14 de mayo, alrededor de las cuatro de la mañana, Querétaro cae en poder de los republicanos; Fernando Max, que sólo había dormido tres horas, es aprendido y entrega su espada, en señal de rendición, al general republicano Mariano Escobedo.
Los pormenores del juicio contra el “emperador”, y los principales conservadores capturados, fue descrito desde el primer momento, a través de diversas publicaciones, tanto a favor como en contra. La sede fue el Teatro Iturbide. Al final, tras la reclusión del archiduque en el convento de las capuchinas de esa ciudad, el veredicto fue inapelable, a pesar de la intervención de diversas personalidades, aun ante el propio Juárez: se les sentenció a la pena máxima, de acuerdo a la Ley del 2 de enero de 1862 (por atentar contra la seguridad y la independencia nacionales); la fecha fijada era el 16 de junio, a las tres de la tarde; observadores, recuerdan que el “emperador” recibió la noticia con tranquilidad, ya que un día antes se había enterado que su amada Carlota Amalia había fallecido. Grave error, la tragedia del Romeo y Julieta, ahora en el siglo XIX, casi se repetía. No obstante, la ejecución se aplazó hasta el día 19 del mismo mes, tiempo suficiente para que Fernando Max supiera que su consorte aún vivía.
La fecha llegó por fin: 19 de junio de 1867; tres y media de la mañana, Fernando Max se despierta. “[…] Radiante se elevó el sol, ni una sola nube manchaba el cielo del amplio valle [queretano] y en el aire fresco del amanecer una fragancia primaveral invitaba a la vida.” (op. cit. p. 590).
Cinco de la mañana, escucha misa en la capilla del convento de las Capuchinas. Se despoja de su anillo nupcial y se lo entrega al doctor Samuel Basch, junto con escapulario y un rosario, para que se los entregue a la archiduquesa Sofía. A la emperatriz de Brasil, le envía una medalla, recuerdo de la emperatriz Eugenia. Posteriormente se reúne con Miguel Miramón y Tomás Mejía, abrazándolos les dice “¿Están ustedes listos señores? Yo ya estoy dispuesto. Pronto nos veremos de nuevo en la otra vida.” (op. cit. p. 591). Al término, desayuna con ambos.
“El emperador, vestido de civil con un traje negro, bajó las escaleras y se detuvo en el último peldaño exclamando: ‘Qué día más hermoso, siempre había deseado morir en un día como éste.’” (id).
Seis de la mañana, los prisioneros son sacados de sus celdas. Abordan el coche que los conducirá al Cerro de las Campañas, su último cadalso, donde había sido tomado prisionero. Son escoltados por tropas de caballería e infantería y, al final, el pelotón de fusilamiento. Nadie se asoma para ver pasar el cortejo. La esposa de Mejía, con un niño en brazos, llorosa, sigue la fúnebre comitiva. El único europeo que acompaña al emperador es su cocinero Tüdös.
Fernando Max y Miramón, se apean de los carruajes y ascienden, con gallardía, cien pasos en la colina; Mejía casi es llevado a rastras.
El cadalso estaba flanqueado por tres lados por las tropas, el cuarto por un muro de piedra, donde son colocados los prisioneros, Maximiliano al centro, dando la cara a la ciudad de Querétaro.
El silencio fue interrumpido por la lectura de una orden donde se indicaba que quien defendiera al “emperador”, sería fusilado.
Volteando a ver a Miramón, Fernando Max le dice: “General, un valiente debe ser honrado por su monarca hasta en la hora de la muerte, permítame, general, que le ceda mi lugar de honor.” (id). E intercambia sitio con Miramón. Se dirige a Mejía: “General, lo que no es compensado en la tierra lo será en el cielo.” (id).
Se acerca a Fernando Max el oficial del pelotón y balbucea algunas palabras ininteligiblemente, el “emperador” sólo le responde: “Usted es soldado y debe obedecer” (id). Entrega una onza de oro a cada integrante del pelotón de fusilamiento, pidiéndoles que apunten bien. Con su pañuelo se seca el sudor, tras lo cual se lo entrega, junto con su sombrero a su fiel cocinero.
En español, Fernando Max se dirige al grupo reunido:
“Perdono a todos, ruego que también me perdonen a mí y ojalá que mi sangre beneficie al país ¡Viva México, viva la Independencia!” (op. cit. p. 592).
Grupo de soldados que fusilaron a Maximiliano I, emperador de México.
Cae el brazo, que sostenía un sable, del oficial del pelotón y se escuchan siete disparos, cinco de los cuales impactan a Fernando Max, quien cae de frente, exclamando “¡Hombre!”. Se acerca el oficial, ayudado con su sable da vuelta al cuerpo del “emperador” y se percata que aún está vivo. Con la punta del sable indica a un soldado el lugar del corazón. Un nuevo y certero disparo y Ferdinand Maximilian Joseph Maria von Habsburg-Lothringen está muerto… … … Los sueños de un noble liberal, que un día llegó a México con la intención de aplicarlos, se esfumaban, mientras que la imagen de un “indio” mexicano se engrandecía. La última esperanza de crear un imperio en tierras aztecas se ha diluido y la última invasión del siglo XIX fenecía, aunque el siguiente siglo traería más nefastas nuevas.
Después caen abatidos Miramón y Mejía (“Viva México, viva el emperador”, apenas exclamó éste último, poco antes de ser impactado).
“Así cayeron el emperador y sus dos fieles paladines. Amigos y enemigos se descubrieron ante esta manera de morir de un Habsburgo. Siempre había querido sólo lo bueno y lo noble. Por sus errores pagó con su vida. Pero aquellos que lo habían llevado hasta este extremo contemplaban desde lejos y en seguridad el trágico fin del drama…” (op. cit. p. 593).
“Juárez entró triunfalmente en la capital [el 15 de julio de 1867]. No se recató en ir a ver en Querétaro el cadáver embalsamado de Maximiliano. La dureza y la tenacidad del indio habían triunfado sobre el débil carácter de Maximiliano impulsado por la ambición y alucinado por ideales. La victoria estaba al lado del presidente, la simpatía, la compasión y hasta la admiración de todos los corazones por tan noble actitud frente a la muerte, al lado de la víctima.” (id).
Lo que ocurrió después es propio de una tragicomedia:
A las siete de la mañana con cinco minutos, el drama ha concluido. El cuerpo inerte de Fernando Max es envuelto con una sábana y al intentar colocarlo en un ataúd corriente, se percatan que debido a su estatura el efímero “emperador” no cabía.
El cadáver es trasladado al convento de las Capuchinas, en Querétaro. Se dice que durante el proceso de embalsamamiento, los pañuelos de varias aristócratas fueron humedecidos con la sangre de Max, para guardarlos como “reliquias”; también se ha dicho que el doctor Vicente Licea intentó comerciar con las prendas personales que portaba el “emperador”, lo que originó que permaneciera dos años encarcelado. El proceso de tratamiento del cuerpo duraría siete días.
Daguerrotipo de François Aubert. Cuerpo embalsamado de Maximiliano. Querétaro. 1867. laculcoautentico.blogspot.mx
Al ser trasladado a la ciudad de México el cuerpo embalsamado de Fernando Max, el transporte se volcó en dos ocasiones y el ataúd cayó en un arroyuelo, además, por el proceso de conservación, mal realizado, había comenzado a ennegrecerse, por lo que en la capital se tuvo que realizar un nuevo tratamiento, esta vez a cargo de tres médicos: Rafael Ramiro Montaño, Agustín Andrade y Felipe Buenrostro, quienes trabajaron en la capilla de San Andrés, que se encontraba donde ahora está el MUNAL (el edificio actual fue construido, de 1902 a 1911, durante el Porfiriato para ser sede de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas).
A fin de que el cuerpo de Max desalojara los líquidos usados en el primer proceso, los nuevos médicos determinaron colgarlo durante algunos días. El cuerpo permanecía dentro de un ataúd de zinc y otro de madera. A este lugar, cuenta la leyenda, Benito Juárez acudió, casi a la medianoche de un día de octubre de 1867, en compañía de Sebastián Lerdo de Tejada, y al ver los despojos mortales de Fernando Max (el día anterior había concluido el segundo embalsamamiento y el cuerpo, desnudo, reposaba sobre la plancha de la labor), y tras medirlo con la palma de su mano, exclamó: “Era alto este hombre, pero no tenía buen cuerpo, tenía las piernas muy largas y desproporcionadas. No tenía talento, porque aunque la frente parece espaciosa, es por la calvicie.” Después de casi media hora, ambos visitantes abandonaron el convento de San Andrés. Realidad o leyenda. Asimismo, se dice que durante el primer embalsamamiento, al cadáver se le colocaron los ojos de cristal de una imagen de Santa Úrsula, que se encontraba en el convento de las Capuchinas, oscuros y no claros como los originales del “emperador”, lo que le dio un fuerte dramatismo; otro tanto ocurrió cuando se lastimó la nariz en las volcaduras, durante el traslado a la ciudad de México: el daño fue corregido con cera.
El miércoles 13 de noviembre, a las cinco de la mañana, con las calles de la ciudad casi desiertas, alrededor de trescientos elementos de caballería partieron del convento de San Andrés para trasladar el cuerpo de Fernando Max hasta el puerto de Veracruz.
Cruel paradoja, el cadáver del joven “emperador” de México regresó a Europa en la misma fragata que lo había traído a tierras mexicanas, la “Novara”.
Tras la partida de los despojos de Fernando Max, algunos conservadores empezaron a considerar la capilla de San Andrés como un “santuario”, por lo que el gobierno republicano, para asestar el golpe final a los “imperialistas”, en una sola noche, la del 28 de junio de 1868, derrumbó la construcción. La nación perdió una edificación colonial más, pero los liberales se afianzaron.
Marie Charlotte Amélie Victoire Clémentine Léopoldine de Saxe-Coburg-Gotha de Bélgica continuaría escribiendo misivas a su amado Fernando Max, que nunca llegarían a su destino, desde su última reclusión en el castillo de Bouchout, hasta su muerte, acaecida el 17 de enero de 1927.
Sic transit gloria mundi
Entrada de Benito Juárez en la ciudad de México. http://tlamatqui.blogspot.mx
APÉNDICE: El 15 de julio de 1867, el presidente de la República, Lic. Benito Pablo Juárez García, entró triunfante en la ciudad de México, cerrando el trágico episodio de la Historia Patria llamado Segundo Imperio Mexicano. Ese día lanzó un Manifiesto a la Nación, en el que expresaba:
“Mexicanos: El Gobierno nacional vuelve hoy a establecer su residencia en la ciudad de México, de la que salió hace cuatro años. Llevó entonces la resolución de no abandonar jamás el cumplimiento de sus deberes, tanto más sagrados, cuanto mayor era el conflicto de la nación. Fue con la segura confianza de que el pueblo mexicano lucharía sin cesar contra la inicua invasión extranjera, en defensa de sus derechos y de su libertad. Salió el gobierno para seguir sosteniendo la bandera de la patria por todo el tiempo que fuera necesario, hasta obtener el triunfo de la causa santa de la Independencia y de las instituciones de la República.
Lo han alcanzado los buenos hijos de México, combatiendo solos, sin auxilios de nadie, sin recursos, sin los elementos necesarios para la guerra. Han derramado su sangre con sublime patriotismo, arrastrando todos los sacrificios antes que consentir en la pérdida de la República y de la libertad. En nombre de la patria agradecida, tributo el más alto reconocimiento a los buenos mexicanos que la han defendido, y a sus dignos caudillos. El triunfo de la patria, que ha sido el objeto de sus nobles aspiraciones, será siempre su mayor título de gloria y el mejor premio para sus heroicos esfuerzos.
Lleno de confianza en ellos, procuró el Gobierno cumplir sus deberes, sin concebir jamás un solo pensamiento de que le fuera lícito menoscabar ninguno de los derechos de la nación. Ha cumplido el Gobierno el primero de sus deberes, no contrayendo ningún compromiso en el exterior, ni en el interior, que pudiera perjudicar en nada la independencia y la soberanía de la República, la integridad de su territorio o el respeto debido a la Constitución y a las leyes. Sus enemigos pretendieron establecer otro gobierno y otras leyes, sin haber podido consumar su intento criminal. Después de cuatro años, vuelve el Gobierno a la ciudad de México, con la bandera de la Constitución y con las mismas leyes, sin haber dejado de existir un solo instante dentro del territorio nacional.
No ha querido, ni ha debido antes el Gobierno, y menos debería en la hora del triunfo completo de la República, dejarse inspirar por ningún sentimiento de pasión contra quienes lo han combatido. Su deber ha sido y es, pesar de las exigencias de la justicia con todas las consideraciones de la benignidad. La templanza de su conducta en todos los lugares donde ha residido, ha demostrado su deseo de moderar en lo posible, el rigor de la justicia, conciliando la indulgencia con el estrecho deber de que se apliquen las leyes, en lo que sea indispensable para afianzar la paz y porvenir de la nación.
Mexicanos: Encaminemos ahora todos nuestros esfuerzos a obtener y consolidar los beneficios de la paz. Bajo sus auspicios será eficaz la protección de las leyes y de las autoridades para los derechos de todos los habitantes de la República. Que el pueblo y el Gobierno respeten los derechos de todos. Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz. Confiemos en que todos los mexicanos, aleccionados por la prolongada y dolorosa experiencia de las calamidades de la guerra, cooperaremos en lo de adelante al bienestar y a la prosperidad de la nación, que sólo puedan conseguirse con un inviolable respeto a las leyes, y con la obediencia a las autoridades elegidas por el pueblo.
En nuestras libres instituciones, el pueblo mexicano es árbitro de su suerte. Con el único fin de sostener la causa del pueblo durante la guerra, mientras no podía elegir a sus mandatarios, he debido conformarme al espíritu de la Constitución, conservar el poder que me había conferido. Termina ya la lucha, mi deber es convocar desde luego al pueblo, para que sin ninguna presión de la fuerza y sin ninguna influencia ilegítima, elija con absoluta libertad a quien quiera confiar sus destinos. Mexicanos: Hemos alcanzado el mayor bien que podíamos desear, viendo consumada por segunda vez la independencia de nuestra patria. Cooperaremos todos para poder legarla a nuestros hijos en camino de prosperidad, amando y sosteniendo siempre nuestra independencia y nuestra libertad.
México, julio 15 de 1867.- Benito Juárez.”
[Los subrayados son nuestros]
Fuente: VIGIL, José M. México a través de los siglos. Tomo Quinto. Ed. Cumbre. 1967. p. 859.
¡Hasta la próxima!
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