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Por La Marquesa de Buenavista
Mauro y su papá estaban preparando la tierra para la próxima siembra de temporal. El “Día de San Cristóbal” estaba cercano y las semillas ya tenían que estar bajo tierra para recibir las primeras lluvias, que llegaban con una exactitud cronométrica.
Mientras que el hombre, recibiendo la inclemencia de los rayos del Sol de mediodía, recorría, con el arado arrastrado por el par de bueyes, la parcela de arriba a abajo y de abajo a arriba, el muchacho descansaba un rato debajo de un mezquite. Antes de sentarse había revisado muy bien el lugar, pues unas hormigas chiquitas, cuyas mordeduras eran muy dolorosas, acostumbraban vivir en este tipo de árboles, alimentándose del néctar de sus pequeñas flores.
Extrajo, del bolsillo de su camisa de cuadros, una libretita de pasta negra, junto con un lápiz bicolor. Mauro, desde que llegó a la adolescencia, con el consecuente interés por las muchachas, se compró las dos cosas en la pequeña tienda de la ranchería donde vivía con su familia, “El Ocotal”. En la libretita anotaba, con el color azul, los nombres de las muchachas a las que, usando su “ojo clínico”, le empezaban a crecer los pechos y las caderas, señal inequívoca que ya habían dejado de ser niñas y estaban “en edad de merecer”, eran “muchachas casaderas”, como decían en su comunidad, aunque apenas tuvieran doce o trece años y, algunas, menores a esas edades; lo importante era que ya podían procrear.
Cuando las muchachas rebasan los quince años, Eusebio, con el color rojo de su lápiz bicolor, tachaba sus nombres, pues ya estaban “viejas”, de acuerdo al criterio del muchacho, quien por cierto, a la sazón, tenía dieciocho años. Se acostumbraba en la ranchería que las mujeres se casaran siendo muy jóvenes, ya que, de otra manera, se convertirían en “señoritas quedadas”, en “en señoritas macicitas”. El muchacho sólo había estudiado hasta la secundaria. En su comunidad sólo había una escuela primaria y la telesecundaria, por lo que para continuar su educación los jóvenes tenían que trasladarse a la cabecera municipal, y Eusebio no estaba dispuesto a viajar todos los días. Además, en la ranchería eran fieles observantes del mandato bíblico de “creced y multiplicaos”, para beneplácito del cura; la única “diversión” era casarse, tener hijos para dejar descendencia y morir.
–Rafaila, la hija de Lupe “La Puerca”, ya cumplió quince años. Ni modo, una menos –se decía Eusebio, mientras tachaba el nombre de la jovencita- Rosa Isela, la hija de la comadre de mi mamá, ya está a punto de merecer, hay que ponerle una estrellita antes que me la gane otro bato.
Al terminar de pasar lista a su relación de mujeres, el muchacho se quedó, pensativo, contemplando el horizonte, las montañas eran un muestrario de azules y morados, dependiendo de su lejanía. Una suave brisa, refrescó el rostro de Eusebio, quien respiró profundamente y volteó a ver a su padre quien le gritaba:
-¡Eusebio! ¿Qué esperas hijo?… ¡Ya apúrate para irnos a almorzar!
El muchacho se levantó, se sacudió el pantalón de mezclilla y volvió a ponerse su sombrero de palma. Tenía que seguir trabajando para “juntar” algo de dinero y poder casarse próximamente; las muchachas que le darían todos los hijos que Dios les mandara, lo estaban esperando.
(Hasta el próximo viernes)
Referencia fotográfica: Tierra Fértil
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